El primer recuerdo que tiene Nubia Gómez Banguera relacionado con comida data de hace casi 50 años. En aquel tiempo, cuando era apenas una niña, su mamá y su abuela salían aun con la noche a las espaldas a buscar chorga en las playas diáfanas de Timbiquí, en el Pacífico caucano.
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“La chorga es un molusco que viene pegado como a un vástago. Cuando ellas llegaban, para no tener que desprenderlas con la mano, una por una, ponían los tallos en un canasto y lo movían fuerte, para que las chorgas se desprendieran. Luego las cocinaban”, cuenta la mujer.
Nubia habla del otro lado del mostrador. Nos separa una mesa de madera prensada donde hay una vitrina con algunas empanadas de camarón, papas rellenas de piangüa y sierras y pargos rojos fritos. Ella es una de las 80 expositoras de la Muestra de la Industria Cultural Afro ‘Olores, Colores y Sabores del Pacífico Colombiano’ del Festival de Música del Pacífico ‘Petronio Álvarez’ de Cali.
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Sobre su puesto, arriba, una inmensa carpa blanca protege a los visitantes y a los expositores del sol que calienta la capital vallecaucana por estos días. En el medio, ahí flotando en el aire, el calor de los fogones y la gente se mezcla con un abanico de aromas a hierbas, a guisos, a fritos. Huele a tradición.
Algunos puestos adelante del de Nubia, Bellanira Caicedo, o la ‘tía Bella’, como la conocen en el ámbito de la gastronomía, prepara sus dos platos especiales. Tiene 45 años, es una mujer grande, rolliza, fuerte. Tiene la piel negra y reluciente como el ébano y la sonrisa limpia y brillante como el marfil. Sobre las llamas de la estufa menea la cagüinga (cuchara de madera) sobre un guiso colorido y hermoso.
“Cocino por ahí desde los diez, once años. Vengo de una familia de cocineros de tradición. Mi familia siempre ha sobrevivido de la cocina y yo hago lo mismo desde que vivía en Buenavenutra y ahora en Cali”, cuenta con la alegría natural de quien hace lo que ama.
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Relata que, a diferencia de las versiones anteriores, “donde ya cada quien llevaba su comida lista”, para este año el proceso de selección de los expositores de la Muestra fue novedoso y exigente, pues tocó cocinar en vivo y explicar por qué el plato que hacían era de la tradición del Pacífico.
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“Yo pasé con este, la langosta con salsa de papachina. La papachina es un tubérculo que crece en el Pacífico… Pruébelo, mijo”. Parte un pedazo y me lo pone en la mano. El sabor es almidonado, ligeramente dulce, de textura fibrosa y un poco gelatinosa. Su color es un púrpura blancuzco extraño pero bello. «Es como nuestra yuca”, explica la ‘tía Bella’.
La langosta del Pacífico colombiano es pequeña. Primero se limpia y se cocina sola, para después ir a la paila con la salsa de papachina, que es una mezcla del tubérculo licuado con leche de coco y el refrito del Pacífico, la piedra angular de la cocina del Pacífico colombiano, como explica la chef Carolina Jaramillo Santacoloma, instructora de la Escuela Gastronómica de Occidente que estaba en la Muestra.
“El refrito se hace con aceite achiotado y las hierbas de la azotea. El achiotado es una mezcla aceite vegetal con achiote, una semilla que aporta color y sabor. Por otro lado, la azotea son las pequeñas huertas que en el Pacífico tienen junto a las casas. De ahí viene el nombre de las hierbas de azotea; una mezcla de poleo, oreganón, albahaca negra, cimarrón, cebolla larga y ají dulce”, explica la chef.
En un restaurante a manteles, la langosta puede costar más de $90.000, según dice Bellanira. En el Petronio Álvarez, este crustáceo, servido con arroz con coco, patacón frito, ensalada y agua de panela vale $35.000. Es el plato más costoso de la Muestra.
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“Un buen árbol solamente crece si tiene buenas raíces. Eso se lo digo a mis estudiantes. Si tú no conoces la tradición de tus abuelos, de tus ancestros, no es posible empezar a hacer cocina nueva. Primero hay que saber de dónde venimos y aprender a rescatar lo nuestro”, dice la chef Carolina.
En el mismo fuego se cocina otra de las delicias del Pacífico, quizá una de las menos conocidas: la sopa de resplandor; un caldo de ñato ahumado con refrito del Pacífico y resplandor, que es una masa que hacen con maíz, leche de coco y las hierbas de la azotea. La consistencia es similar a la masa del tamal, pero su sabor es el del fogón de los negros de antaño. La masa se corta en cuadritos y se agrega al caldo.
“Esta sopa la inventó mi tatarabuela hace más de 150 años. Acá vendemos a $20.000 el plato. Pero el precio es lo de menos, porque lo más bonito de cocinar nuestros platos es que no dejamos morir a nuestro seres queridos, a nuestras ancestro, a nuestra tradición. Cuando hablo de esto se me ‘enchina’ la piel”, dice ‘tía Bella’ mientras muestra su brazo erizado.
Esa sensación también se mezcla ahí en el aire, entre la carpa blanca y los fogones de los puestos donde se cocinan el pusandao tumaqueño, el arroz endiablado, el pastel chocoano, el toyo ahumado, la cazuela de mariscos o el guiso de camarón. Está ahí. El orgullo por la tradición huele a comida de mar y está presente en el Petronio Álvarez por estos días.
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