El caminante
Cada amanecer en Bogotá marca un nuevo inicio para los venezolanos que están en el campamento del Salitre.
No hay miedo del frío o de las fuertes heladas que se cuajan sobre la ciudad de vez en cuando. Más bien los acompaña la ansiedad por el nuevo día, un vacío similar a ese que se siente cuando nos lanzamos de una montaña rusa… la diferencia es que este nunca desaparece.
Así lo describe Daniel, quien llegó caminando desde el estado Carabobo hasta Bogotá. Se demoró un poco más de un mes y de lo que más se acuerda es del cruce en el páramo, por allá en Pamplona, donde el frío quiebra los huesos y muchas veces la voluntad.
Pero a Daniel le sobra voluntad. Después de esa prueba física, que superó en mula, y luego de ver sus pies llenos de llagas y ensangrentados, cualquier cosa es cariño. Ahora camina a diario.
Se levanta a las 5:00 a.m., espera el desayuno y sale a buscar más comida porque queda con hambre, es de buen apetito, pero también sale a buscar trabajo.
En eso ha fracasado porque no tiene el Permiso Especial de Permanencia (PEP), pero Daniel no se rinde y piensa, cada vez que pide trabajo o una moneda en TransMilenio, en su hija y su esposa, las dos mujeres que marcan su vida y por las que regresará a Venezuela con el único fin de traerlas. “Sin la familia es muy duro. Sin mi hija y mi mujer la moral se me ha ido al piso, pero hay que salir adelante y sonreír siempre. Allá (Venezuela) aguantamos hambre y el salario no alcanzaba para nada, pero siempre sonreíamos ante cualquier adversidad. Esa es la clave para soportar”, dice.
La entrada al campamento es a las 8:00 p.m. y cuando no sale, como el día en el que se escribió esta nota, lee un par de libros religiosos que le regalaron.
A ese mismo Dios, del que lee casi a diario, es al que le pide que no lo abandone y le permita traer a su esposa e hija. “Llegué a Bogotá y me instalé en el bosque (al lado del Terminal) allá la entrada era hasta más tarde, entonces podía buscar trabajo hasta más tarde. Acá conocí otros ‘panitas’ y llevo cinco meses, pero me quiero devolver a Venezuela por ellas”, dice mientras se acomoda en la especie de cama en la que descansa en la carpa del campamento.
Aunque, sinceramente, lo que menos le preocupa es volver a caminar.
Buscando tierra fértil
Alberto vive una situación parecida a la de Daniel. Él también caminó hasta Bogotá desde el estado Aragua dejando atrás su vida y su familia. “Los migrantes somos unos valientes”, dice mientras acomoda la canasta en donde tiene dulces y otras cosas que vende en la calle. “Todos los días me voy hasta Patio Bonito y me regreso. Me demoro una hora y allá trato de buscar trabajo. ¿Yo no sé por qué ustedes prefieren andar metidos en un bus? Se demoran más y no les gusta caminar”, me dice Alberto mirándome fijamente.
“Yo trabajo en lo que sea. Se hace lo que sea, señorita. Construcción, arreglos varios, cualquier trabajo… yo vengo a trabajar”, añade Alberto, que tampoco tiene el PEP o un pasaporte lo que le ha dificultado empezar a echar raíces.
Sin embargo, Alberto sale a diario buscando un terreno abonado y fértil para sembrar una nueva vida.
En la carpa de Alberto y Daniel viven 10 personas más. Entre esos se cuenta Yoeldimir. Un joven de unos 18 años, con una frase en su gorra que dice “¡Viva Venezuela!” y que se vino junto a su familia cruzando por Arauca.
Yoeldimir caminó mientras cruzaba la frontera, pero a medida que se acercaba a Bogotá pudo tomar un bus gracias a un señor que les regaló $50.000 y una empresa de buses que les dejó el tiquete más barato a él y a su familia.
Yoeldimir tiene planes de buscar trabajo, aunque aún no sale de su carpa.
“En Venezuela me dedicaba al comercio porque vendía maíz en la plaza de mercado”, asegura. Aunque acepta que pasa el día en el campamento siendo consciente que la salida es el 15 de enero.
El campamento
Las carpas de plástico amarillo mantienen abiertas durante el día. El calor adentro es sofocante y más en esta época en la que el verano se tomó Bogotá con un sol incandescente y hasta fastidioso.
Es buen tiempo para secar la ropa y por eso las carpas sirven de tendedero de ropa. Mientras los funcionarios de Integración Social pasan por cada una para hablar con las personas que están en el campamento, los niños aprovechan para jugar, tomar algunas clases y sí, jugar.
Lo que más agradecen los venezolanos instalados allí son los baños y las camas en las que duermen. Eso sí, extrañan cocinar libremente y los horarios en el bosque.
Unos arreglan bicicletas o le hacen aseo a sus carpas, otros duermen o se posan bajo el sol para hablar de la vida llenos de nostalgia o pensando qué va a pasar mañana cuando cuenten un nuevo amanecer.
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