En junio de 1873, Charles Byrne, presintiendo su fin, le pidió a sus amigos que lo sepultaran en el mar en un ataúd recubierto de plomo.
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Tenía 22 años, había sido famoso pero cayó en desgracia y lo único que le quedaba era desesperanza y un profundo terror a lo que le pudiera suceder después de muerto.
Temía que los resurreccionistas —bandas de criminales que se ganaban la vida desenterrando cadáveres y vendiéndoselos a escuelas de medicina o a científicos— se apoderaran de sus restos.
Y sus temores no eran infundados.
Byrne, más conocido como "El gigante irlandés", medía 2,3 metros de altura, en una época en la que ser muy distinto te hacía valioso tanto vivo como muerto.
Sus contemporáneos pagaban generosamente la oportunidad de observar boquiabiertos todo tipo de criaturas maravillosas —como animales con más cabezas o patas de las necesarias—, así como personas afligidas por condiciones raras: mujeres barbudas, enanos y gigantes.
Y para los hombres de ciencia, un cadáver como el de Byrne era de gran interés para la investigación.
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Es por eso que Byrne pensó que únicamente estaría seguro si yacía en el fondo del océano.
22 años antes
Byrne había nacido en 1761 en Drummullan, una aldea que hoy tiene 175 habitantes y queda en Irlanda del Norte.
Poco se sabe de sus padres, más allá de que no eran extraordinariamente altos.
Se decía que había sido concebido sobre un almiar de heno y que esa era la razón de su gran altura.
Y esa gran altura, en un lugar y un tiempo en el que las leyendas eran realidad, era bien vista.
En el folclor irlandés los gigantes son imaginados como seres que habitan la frontera entre lo humano y lo sobrenatural.
A ellos se les debe ciertos aspectos del paisaje —cuevas, lomas y valles—, entre ellos varios en o cerca del histórico Condado Tyrone, donde creció Byrne.