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Colombia: cómo es vivir en Santa Cruz del Islote, la isla artificial más densamente poblada del mundo

Un joven acaricia a su gallo de pelea como si naciera de su propio cuerpo mientras observa a otro domar a un tiburón de casi 3 metros de largo. La escena ocurre en una pileta cimentada rudimentariamente sobre un mar traslúcido de varios verdes y azules.

Aunque yo guardo ese instante como uno de los más extraordinarios de mi reciente visita a Santa Cruz del Islote, una diminuta isla del Caribe de Colombia, allí es una escena de la vida cotidiana.

Con poco más de una hectárea de extensión y alrededor de 500 habitantes, el sitio contrasta de manera fascinante con sus vecinas del Archipiélago de San Bernardo, del que hace parte, siete islas de manglar agreste, playas blancas y pocos habitantes.

Santa Cruz del Islote, en cambio, está completamente urbanizado y además de los isloteños, alberga 150 gallos de pelea, 40 perros, dos acuarios donde hay un tiburón nodriza hembra —y cuando yo pasé por ahí, su cría recién nacida—, 8 tortugas de carey gigantes y otras decenas de manta rayas y peces grandes.

Hay cuatro calles principales pero no hay carros ni motos, aunque hay botes por todas partes, amarrados flotando sobre el mar o sobre los patios de cemento de las casas.

Una isla artificial

Y hay aún algo más: Santa Cruz del Islote fue construida por el hombre. Es la isla artificial más densamente poblada del mundo.

Para llegar hay que hacer un viaje de una hora en barco desde la pequeña ciudad de Tolú o de dos horas desde la famosa Cartagena.

«El islote fue hecho a mano por nativos que llegaron y lo construyeron en medio del coral, con piedra, escombros y basura», le dice a BBC Mundo Adrián Caraballo de Hoyos, un líder ecológico y guía turístico de 20 años, oriundo de la isla.

«Así creció y la gente hoy en día sigue engrandeciéndolo robándole terreno al mar», explica. «La única parte natural son unos cuantos árboles de Clemont y Zaragoza».

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Y como la isla no tiene ni manglares ni playas, tampoco tiene mosquitos, lo que según los nativos fue determinante para que esos pioneros decidieran construir allí en el año 1870.

El mismo argumento usaron los isleños tiempo después para no aceptar mudarse a Tintipán o Múcura, las islas más cercanas, de 80 y 32 hectáreas de extensión respectivamente, y que cuentan con nacimientos de agua y algunos terrenos cultivables.

En la lógica de expansión de «una casa a la vez», hoy la isla tiene más de un centenar de viviendas donde residen alrededor de 150 familias.

«De una familia en la que ya han muerto los viejos han surgido nuevas casas… ya hay cuatro, cinco o seis más», afirma Juvenal Julio Berrío, historiador de Santa Cruz del Islote, mientras caminamos por los callejones.

«De la familia más numerosa que hay acá, que es la Morelo, hay un pasaje que es de pura familia. Y así se ha expandido toda la isla», relata.

«Se hizo un censo de cuántos nietos había dejado el señor Miguel Felipe Morelo. Dejó 130 nietos, de 23 hijos, con cuatro mujeres», cuenta Juvenal, a quien apodan ‘Tiburón’, aclarando entre risas que él no tuvo tantos hijos, «solo siete hijos y hasta el momento 17 nietos».

Visto a escala —como hay que ver el enorme universo de este pequeño territorio— su población creció considerablemente en 2017, más de un 10%, ya que nacieron siete bebés y nadie murió.

La longevidad de la isla también cambió recientemente cuando la mujer más anciana, de 101 años, se fue a vivir con sus hijos a Cartagena, dejándole el lugar a otra señora que hoy tiene 88.

Muchos niños

En el islote tuve la impresión de que es la isla más juvenil que he visitado. Efectivamente, el 60% de la población de Santa Cruz del Islote son niños y adolescentes.

Hay grupos de jóvenes conversando y oyendo música a todo volumen en los callejones y niños de todas las edades que corren por cada rincón, saltan lazo, juegan fútbol o practican boxeo.

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Hay niños pescando, nadando, remando sobre tablas de madera o flotadores; hay niños aprendiendo pesca submarina con adultos y nadando con las tortugas o el tiburón entre los acuarios; hay niños jugando con los perros o los gallos de pelea que están amarrados por ahí; hay niños muy chiquitos que le charlan a todo turista sobre el islote, que saben dónde está el adulto que uno está buscando…

En las noches juegan dominó y los sábados hay peleas de gallos, una actividad que atrae a los adolescentes.

Muchos de estos sucesos ocurren en una calle de 15 x 6 metros, que hace también de plaza principal.

Allí queda la escuela, que tiene tres pisos y es el edificio más alto del islote.

Unos 170 niños estudian en dos jornadas. Algunos de los cuales llegan en lancha desde las islas vecinas, un testimonio de la importancia urbana del islote dentro del archipiélago.

«Falta un poco de todo»

Los isloteños son optimistas y la mayoría se siente orgullosa de su isla.

Destacan que por estar un poco aislados no tienen crimen ni violencia e insisten en que los rodea un paraíso, pero en realidad tienen serias carencias estructurales y cada una de ellas representa una lucha diaria.

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El agua es como oro en Santa Cruz del Islote y paradójicamente, por su misma escasez, está presente en todas partes.

Se ve acumulada en galones de plástico junto a las casas, llega en canoas y lanchas y los residentes la transportan de un lado al otro todo el tiempo.

«En la isla falta un poco de todo», me dice Marciana Hidalgo Castillo, partera de Santa Cruz del Islote desde hace 40 años, quien asegura haber recibido más de 200 bebés.

«Tenemos agua en abundancia en invierno porque llueve mucho. Dejamos correr de los techos la primera lluvia y recogemos la segunda, pero cuando llega la época de verano es muy duro».

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Esa agua se almacena en una cisterna comunitaria y cuando está por acabarse llaman a Cartagena —ciudad de la que dependen administrativamente a pesar de ni siquiera estar dentro del departamento más cercano— para que manden un barco de la Armada que les trae agua potable para llenar el tanque.

Según dicen, el barco puede tardar hasta tres semanas en llegar tras el llamado.

También tienen la opción de recoger agua de los «pozos que lloran agua», como describen las fuentes de agua dulce en Tintipán, que en realidad es salobre y no tan óptima para el consumo.

La energía, por su parte, es generada alternadamente por una planta eléctrica de combustible y por dos estructuras de paneles solares que fueron donados por el gobierno japonés hace algunos años.

La primera provee energía durante las noches y la segunda cuatro horas en las tardes.

Cada hogar paga en promedio 90.000 pesos colombianos mensuales, algo así como US$30, un precio particularmente alto comparado con poblaciones pequeñas o ciudades intermedias del país, o con los ingresos que percibe el grueso de sus habitantes, que viven de la pesca o el turismo.

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Cada turista paga 5.000 pesos colombianos (alrededor de US$1,8) por nadar con las tortugas y el tiburón en los acuarios. Ese dólar se divide entre los 11 guías de la isla, los pilotos de las lanchas y quienes trabajan en los acuarios.

Algunos trabajan en hoteles de las islas vecinas así que perciben salarios más estables.

«Y la salud…», se queja Marciana, «no tenemos un médico permanente, venía una semana al mes y lo acaban de recortar, así que ahora va a venir solo dos o tres días», explica esta mujer que heredó la profesión de partera de su tía cuando tenía 30 años y a la que muchos llaman «mamá» o «tía».

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Marciana también dice sentirse preocupada por la reciente presencia de drogas en la isla. «Esa sí es la perdición para una isla», enfatiza.

«Desperdicios en el fondo del mar«

El manejo de residuos es otro de los retos en Santa Cruz del Islote, sobre todo ahora que tiene el proyecto de fortalecer el ecoturismo y convertirse en una «escuela de sostenibilidad».

La basura acumulada es llevada a Tintipán y de ahí a Cartagena cuando alcanza las 600 bolsas. Sin embargo, buena parte de los desperdicios se pueden ver en el fondo del mar cristalino.

«Es un pueblo chiquito pero genera mucha basura», asegura Julio Berrío. «Los niños se toman un boli (una bebida endulzada helada) o se comen cualquier cosa y botan el plástico en la calle».

«Los turistas me dicen ‘Tiburón, la isla está muy bonita pero hay mucha basura’ y a mí honestamente me da pena».

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Pero el impacto de la basura sobre el medio ambiente se ha visto contrarrestado con el trabajo de los «Salvadores del Arrecife», el grupo que lidera Adrián.

Son 30 niños y jóvenes con edades entre los 7 y 22 años que realizan desde brigadas de aseo hasta trabajo con los pescadores en la protección de las especies en vía de extinción.

«Cada día revisamos los botecitos de los pescadores para saber qué productos traen. Si un nativo del islote atrapa una tortuguita, uno la lleva al hotel Punta Faro (en Múcura) y allá se la cambian por un pollo», explica Adrián.

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«La tortuga es mantenida en un criadero hasta que son liberadas cada cuatro meses, pero antes hacemos una charla sobre qué función bonita tiene la tortuga debajo del mar», apunta.

Y con estos incentivos, según Adrián, el consumo de tortuga disminuyó en 80%.

«Nunca cambiaría el islote»

Adrián representa muy bien esa nueva generación de isloteños con los que hablé.

Comparten el sueño salvar las especies, limpiar la isla, diseñar un sistema de turismo ecológico, terminar el bachillerato y, ojalá, algún día irse a estudiar una carrera.

Aunque pareciera que no muchos planean emigrar para siempre.

«Mi meta principal es terminar el bachillerato y luego estudiar ingeniería ambiental, pero nunca cambiaría el islote por ningún otro lugar», pondera Adrián.

«La isla la ven de afuera como si fuera un peñoncito, pero el islote es un lugar único transformador e inolvidable«.

«Y la gente que viene a San Bernardo nunca se va yendo la misma persona».

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