En una columna anterior me detuve en la utilidad de la culpa. Sin embargo, no dije nada de la culpa progre, esa que las personas que gozamos de privilegios de cualquier índole podemos llegar a sentir, porque otros no los tienen. Es la misma que nos puede hacer abrazar causas y nos permite dividir al mundo entre opresores y oprimidos, entre buenos y malos. De raíces cristianas, la confundimos con la compasión. Lo atractivo de ella es que, si la sentimos, nos da la ilusión de que somos del bando de los buenos, los “conscientes”, los “despertados” y de que, como tales, hay que despertar a otros, sermonear, acusar. Así no nos sirva a nosotros y aún menos a aquellos por los que decimos sentir algún tipo de culpa.
En una de mis vidas pasadas trabajé en el sector humanitario, uno de los hábitats naturales de la culpa progre. Una de las cosas que más me sorprendía, aunque fuera predecible, era que en las reuniones en Bogotá la gente que hablaba con aire más paternal y lastimero de “la comunidad”, como si fuera un conjunto de niños o seres sin mancha, era precisamente la que no trabajaba con comunidades o lo hacía por jornadas cortas.
Nada más curador para la culpa “progre” que acercarnos a aquellos por los que decimos sentir alguna empatía; nada como trabajar y convivir y empezar a ver surgir situaciones de conflicto y notar que las personas dejan de ser etéreas para convertirse en seres actuantes e independientes que toman decisiones que no cuadran con la idea que tenemos de ellas. Y nada más curador, porque es aquello precisamente lo que nos puede dar luces sobre qué tan enmarcada está esa culpa que pregonamos en una ilusión que hemos fabricado.
Quizás un ejercicio de compasión distante de la culpa y, por tanto, más esforzado es pensar en nuestra relación con personas cercanas, empezando por nosotros mismos. Pensar en familiares, amigos, compañeros del trabajo y todos aquellos y aquellas que nos inducen a preguntarnos qué puede haber detrás de un comportamiento que no nos gusta. Si nos acucia la culpa progre, quizás sea más difícil sentir compasión con nosotros y con estas personas cercanas que con esos grupos humanos desfavorecidos, distantes e irreales.
Lo malo de este tipo de ejercicios es que el mundo puede dejar de ser blanco y negro y se abra una rica y agridulce escala de grises, tanto en los demás como en nosotros mismos. Y nada más amenazador para la culpa progre, nada más molesto si no queremos bajarnos del pedestal en el que a veces nos paramos.