Navidad es quizás la época del año en la que la distancia entre los imaginarios y la realidad resulta más amplia. Por un lado está el imaginario publicitario –enraizado en ideas colectivas– de las familias, siempre felices, tranquilas, sin conversaciones ni resentimientos pendientes, comida abundante, los regalos siempre atinados y muchas sonrisas. A esto añadámosle el imaginario titilante tan cerca y tan lejos de los pinos con nieve, los hombres de nieve, el pavo y Papá Noel en este país con un solo pino nativo, sin invierno de nieve y en el que los niños y niñas, si tienen el chance, crecen (o crecían) preguntándose si el niño Dios que trae los regalos es el del pesebre, el hombre de barba blanca y trineo o un amangualamiento entre ambos.
Por otro lado, a distancia variable de esas realidades aspiracionales, está lo que es. Si tenemos familia, se dan las impuntualidades, los silencios, los regalos que responden más al afán que al destinatario o destinataria; aumentan los espacios para que las aguas profundas de conversaciones que no se han dado ni se darán se junten y generen chispas; se multiplican las posibilidades de que el familiar o familiares que nunca van a reuniones puedan decir una vez más que no asistirán y de que alguna de las cabezas de la jerarquía familiar diga, con cara de palo y rictus dignificado para darle aire de sabiduría a lo que en realidad es apenas una constatación resignada y hasta innecesaria: “Yo sabía que esto pasaría”.
La Navidad puede ser también una oportunidad más evidente, más cruda si se quiere, de notar cuál papel juega la dignidad en nuestro sufrimiento. Asumo aquí la dignidad como “la gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse”. En otras palabras, como la seriedad con la que uno se asume y asume las situaciones. Quizás no hay época del año más digna que la Navidad, teniendo en cuenta que es, en principio, nada más y nada menos que la celebración del nacimiento del hijo de un dios. Es incluso más digna que Semana Santa, porque cobija a los no creyentes y se asocia con la familia, esos seres que nos tocaron y que nos han estructurado, y con amigos, esos seres que hemos escogido y que afianzan o desafían nuestras creencias.
Quizás ayude recordar que al ser una temporada que implica más personas, más movimientos y más espacios de los que compartimos normalmente, las posibilidades de que el caos surja aumentan. Y ante el caos, uno puede intentar controlarlo y lamentarse porque las cosas no son como queremos, o surfear en la ola y reírse, no “de” sino “con”: con uno, con las situaciones, con las expectativas y dignidades propias o ajenas.