Primero me encontró el destino al lado del hijo, en tiempos en los que estábamos ingresando casi en paralelo a trabajar en La FM. Desde esos años -con menos canas, sin hijos y ante la vislumbrante posibilidad de trabajar en un lugar maravilloso fuimos levantando los primeros ladrillos de una gran amistad que conservamos todavía.
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Entonces, un día, recién ingresados, Sarria nos invitó a la casona de Usaquén, donde vivió casi siempre con su papá, para hacer un asado de integración en el que todos estaríamos allá presentes. E ir allá a esa casa era como dar un viaje al pasado apenas se cruzaba la puerta. Todo antiguo, lindo, muy bien conservado. Y es importante el detalle del hogar porque, claro, tiempo después, Sarria me contó que su padre era un furibundo lector de mis columnas. Cada lunes tomaba el Publimetro de camino a su consultorio médico y mientras elucubraba sobre la opción de encajar los números faltantes de un sudoku que hace salir humo de los sesos, se daba el tiempo de chequear todo el contenido del periódico y claro, ahí entré yo a ese escenario.
Porque, y mire usted la maravillosa casualidad, en tiempos en los que yo trabajaba por la mañana en radio y después de que yo salía del parqueadero, se daba ese encuentro que más allá de ser recurrente siempre resultaba casual: aparecía en medio de la gente, muy elegante, con boina para cubrirse de los potentes rayos solares bogotanos en la media mañana, saco a cuadros pequeños y pantalón de un solo tono: era Carlos Sarria Olcos, el papá de Sarria. Y allí nos quedamos muchas veces pensando en qué hacer para que la Colombia de Pékerman siguiera su camino sin sobresaltos hacia Brasil y Rusia, o cuestionando las ya no tan recurrentes crisis de los equipos de Bogotá o simplemente para saludarnos, darnos un abrazo y esperar su frase: “Apenas llegue al consultorio, lo leo”. A veces ya había hecho la tarea y como buen lector, me comentaba con gran entusiasmo el texto, en ese pequeño conciliábulo del lunes, siempre con su Publimetro bajo el brazo.
La costumbre se acabó en tiempos de encierro y pandemia y ya no pudimos vernos tanto como antes, pero cada uno preguntaba por su lado sobre cómo estaba el otro. Sarria hijo era el encargado de enviar saludos y mensajes.
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Hace poco, viernes en la noche, Sarria, el hijo, me llamó a contarme que Sarria, el padre, se había ido para siempre. Aún trato de acompañar en ese dolor que cada día puede ser más fuerte y al que cuesta encontrarle la vuelta. Durante este duro proceso Sarria, el hijo, me escribió por whatsapp: en la casona de Usaquén, entre tantas reliquias, su papá guardó un libro que yo escribí y una foto de Santa Fe del año 48. Sarria, el hijo, dijo que esa fotografía es para mí.
Carlos Sarria, el padre, nos dejó a todos una valiosa herencia: primero, la experiencia magnífica de haberlo conocido y segundo, poder disfrutar de su hijo al que tanto amó y al que nosotros amamos también.