La frase contiene toda la verdad en racimo: “no solamente los verdaderos profesores, aquellos que se convierten en tus maestros, están encargados únicamente de enseñar. Los maestros hacen que nuestra vida, llena de dificultades, sea más llevadera y menos azarosa”.
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Y ese último concepto sí que vale porque ¿de qué sirve aprender si no se tiene un apoyo cuando la calle pinta mal? ¿Para qué diablos es importante conocer los países que se generaron con la caída del comunismo, si apenas el timbre suena, no puedes evitar el campo de concentración en el que se convierten ciertos momentos muertos escolares por culpa de tus propios compañeros? A todas esas conclusiones llegamos ayer con Ruth Rodríguez. Ella fue mi profesora de filosofía, de español y de comportamiento y salud en el colegio pero también fue contención y apoyo en instantes difíciles de un colegio que era para bravos.
Hablamos porque su hermano Óscar Rodríguez, uno de esos tipos queribles que nos deja la vida y con el que uno podría ir a robar caballos -como dicen los alemanes-, anda atravesando un difícil problema de salud. Y Óscar -que me dio clases de química, física y trigonometría- hace parte de ese sanedrín maravilloso de tipos que así como te enseñaron, también te protegieron y que ayudaron a que la vida se tornara un poco menos infeliz que de costumbre.
Lo veo antes de ingresar al salón, tomando un Monte Carlo rubio de su paquete y encendiéndolo, dándole un pitazo largo y expulsando lentamente la bocanada de humo que sabía cubrir su tupido bigote. Flaco como don Ramón, subía ágilmente las escaleras de madera que conducían al aula y, ya sonando la campana, regañaba a quienes iban lentos a clase. Les decía toronjos. O vejigos.
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Con Óscar fui varias veces a fútbol. Al Campín. A ver a su Deportivo Cali que por esos tiempos tenía al tucumano Aredes, al paragua Sotelo, al supernumerario Ambuila y al invencible Jorge Rayo. El conductor de aquel bus era el peruano Miguel Company, capaz de hacer una formación protagonista luego de varios años en los que el Cali caminó errabundo por la tabla de posiciones. Si no estoy mal, Óscar poca suerte le traía a su club: una vez fuimos y Millonarios ganó en el 90 con gol de la nigua Torres y otra vez se jugó el punto de bonificación con Santa Fe y cayó 2-0.
Hoy mis pensamientos están con ambos. Con Óscar y con Ruth, porque siempre será lindo recordar a esos maestros -los de verdad, porque hoy es lo mismo un burro que un gran profesor- que, como apunté al principio te hicieron aprender de la vida y además, te la hicieron más amable en los momentos más oscuros. Ellos fueron mi profesor Germain, el mismo al que Camus le dedicó esta carta tras ganar el Nobel:
“He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
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Nunca, pero nunca, olviden sus maestros.