Hay hechos que sólo conocemos a través de los libros, de las películas, de las anécdotas y de ese conjunto de acontecimientos que resume la historia de los pueblos. Es probable que esa pandemia sin nombre que azotó las calles de Florencia y otras provincias y ciudades de Italia, Boccaccio la haya vivido muchos antes de 1348, año en que empieza a darle vida a El Decamerón, en la lectura de los versos de los poetas novistas, en las estrofas de Petrarca, en los cánticos de los clérigos andantes, en las fantásticas historias bíblicas, en las tragedias griegas que alimentaron sus días de ocio e inspiraron uno de los relatos más relevantes de las letras europeas del siglo XIV.
Así como eran tan populares los cuentos hiperbólicos de los marineros que anclaban sus barcos en los puertos más importantes de Europa, las historias sobre las pestes hacían parte de la vida cotidiana del Viejo Mundo. La historiografía burguesa, en un intento por darle una interpretación a estos hechos, de buscarle un origen simplista a un suceso complejo, sentó las causas en dos conceptos tan abstractos como la imagen del dios cristiano: pecado y voluntad divina.
El mismo Boccaccio relata en esas primeras líneas de su libro capital cómo la mortífera peste, por acción u obra de cuerpos celestes, producto de nuestros actos, desató la ira de Dios sobre los mortales. Como un mapa virtual animado donde se alcanza a observar en color rojo el avance de la devastadora enfermedad, nos cuenta en esa primera jornada sus orígenes en Oriente y su irrupción imparable, pavorosa, como una ola gigantesca, en Occidente. En este sentido, las descripciones de los hechos son tan claras y detalladas que el lector alcanza a percibir, incluso, el olor putrefacto de los cadáveres, el zumbido de las moscas revoloteando entre los cuerpos inermes y la aterradora imagen de los cerdos callejeros hurgando en la basura, arrancando a dentellasos trozos de carne en descomposición.
“… Con la cantidad de cadáveres que día a día y casi hora a hora eran trasladados, no bastaba la tierra santa para enterrarlos (…) ni las fosas grandísimas donde colocaban a centenares de los recién llegados, tirados como mercancía”, se puede leer en la edición mejicana de El Decamerón (Bruguera, p. 57 de 1977).
Aunque el eje del relato gira en torno a un grupo de personas que huye despavorido de la ciudad al campo, el escritor checo Mijail Zaborov nos revela, no obstante, un hecho aterrador: el hambre que azotó a Europa en los siglos XI y XII, continuando su cabalgata de la muerte hasta poco antes de los “años florecientes”. Las guerras intestinas de los pequeños reinos del Viejo Mundo abrieron una brecha mucho más amplia entre los siervos y los dueños de la tierra, contribuyendo ostensiblemente a la debacle de una economía ya mermada. A la anterior se le sumó una prolongada sequía que arrasó cosechas y convirtió campos en desiertos. Los gobernantes, por su parte, les exigían a sus gobernados más impuestos para sostener las hazañas bélicas y sumarse, de esta forma, a la conquista de la ciudad de Jerusalén y los pueblos de Oriente.
Citando uno de los relatos del cronista Radulfo Glaber, Zaborov pinta la magnitud de la hambruna apocalíptica de la siguiente manera:
“La gente devoraba carne humana. Los caminantes eran atacados (en los senderos) por los más fuertes, que los descuartizaban y los comían después de haberlos asados. En muchos lugares sacaban los cadáveres de la tierra para calamar el hambre. Tanto se propagó el consumo de carne humana que hasta en un mercado de Tournus era vendida como si fuera carne de vaca”.
La peste, por supuesto, nada tenía que ver con la voluntad divina ni con el pecado de los hombres, como lo afirmaban los curas en las homilías, sino con unos hechos mucho más terrenales: la insalubridad y la pobreza campeante en Europa. Los cerdos que devoraban los cadáveres eran devorados luego por hordas de famélicos que los cazaban en campo abierto. Las ratas, a su vez, no sólo se alimentaban de los cuerpos en descomposición, sino también de las poquísimas cosechas que aún quedaban en pie. En menos de un año, la peste dejó en Regensburgos, Alemania, y sus alrededores un poco más de 8.500 muertes, y en Europa casi un millón. La opresión feudal, como lo afirma Zaborov, llevó a grupos de campesinos a organizarse en “motines” que fueron replicados en distintas regiones del Viejo Continente. Algunos, ante la miseria que los golpeaba, tomaron la decisión de suicidarse, ya sea ingiriendo veneno o echándose una soga al cuello. Otros, como los personajes de El Decamerón, decidieron huir a zonas campestres y practicar el adanismo.
Este año, a casi siete siglos de la aparición del celebrado relato de Boccaccio, el planeta entero se vio sacudido por una nueva peste, una de la que aseguran algunos historiadores y analistas políticos tuvo sus orígenes en las mismas condiciones de insalubridad y pobreza que se les atribuye a las que arrasaron a Europa durante el largo periodo medieval. Esta, a diferencia de la narrada por el florentino, dejó claro que las tragedias no sólo no producen cambios reales en la humanidad, sino que, por el contrario, suelen amplificar el grito de batalla “sálvese quien pueda” y, a su vez, les permite a algunos hacer fortuna en medio del dolor y la muerte.
En Twitter: @joaquinroblesza
E-mail: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación.