Columnas

La clase de Covi

Iván era un niño torpe. Creía tener siempre la razón. A pesar de que la experiencia cotidiana le demostraba sus equivocaciones, se levantaba al otro día, con la confianza intacta y empezaba a hacer y decir lo que se le ocurría. Era caprichoso y llorón. Los profesores no lo querían, lo soportaban con sobredosis de paciencia. Consideraba a Álvaro, uno de sus mejores amigos.

Álvaro era un rufián. Mientras estuvo en el colegio, se dedicaba al matoneo y al pillaje. Logró armar una banda con los niños más agresivos de cada salón. Con ellos sembraba el terror por todos los salones y pasillos. Algún día se animó y fue a molestar la vida a otros colegios. Era incorregible. Había abandonado los estudios hacía poco. Aún era amigo de Iván y de Claudia.

Victoria era una niña bien. Una de esas estudiantes que hace todas las tareas, lee todos los textos, prepara todos los trabajos, recita todas las lecciones, pero no aprende nada. Era monitora de todas las materias, excepto Educación Física y las materias de Educación Artística; eventualmente participaba en obras de teatro, pero sólo aceptaba ser el papel protagónico malvado. Le gustaba encarnar a la bruja perfecta. Siempre dejó que los compañeros copiaran sus tareas. Álvaro se copió las tareas de Ética mientras estuvo en el colegio; Iván se las copió siempre.

Guillermo es ese niño al que la mayoría de las personas en el mundo quiere golpear. Es el objeto de las burlas, el último en ser escogido para cualquier equipo, en cualquier juego o deporte; ese muchacho que va al colegio, pero no estudia casi nada. Usa un cuaderno para dos o tres asignaturas, se preocupa más por su aspecto físico y por estar a la moda que por las actividades académicas. Es ese muchacho que no agrada ni a sus familiares. Los padres lo defienden, cuando creen que les corresponde hacerlo, pero al mismo tiempo, lo regañan por otras razones. No era amigo de nadie.

Claudia era la niña nueva del salón. Era inteligente, pero hablaba mucho y muy feo. Era imprudente. Parecía que divagaba, porque parecía que entendía muy bien las cosas, pero cuando le preguntaban por la solución a algún problema se le iban las luces; entonces hablaba de naves espaciales, viajes en el tiempo, unicornios, duendes, en fin, todas sus respuestas, todas sus proyecciones se sustentaban en las más fantásticas elaboraciones.

Un día, cursando séptimo grado, el profesor de Ética: Conrado Victorino (era un nombre terrible y nadie le conocía el apellido, le apodaban “Covi”) preguntó a cada uno qué pensaban estudiar. Claudia dijo que iba a estudiar Derecho, Comunicación, Astronomía y Artes Marciales, porque quería ser superhéroe, quería combatir a todos los malvados y llevarlos a otro planeta, que sería su cárcel. Para eso, necesitaba una personalidad secreta y una base de operaciones secreta. Iván dijo que no le importaba, que estudiaría cualquier cosa, pues a él, sus amigos le conseguirían trabajo, independientemente de tener la capacidad o no para hacerlo. Covi preguntó a Victoria si quería ser profesora. Ella le dijo que no, que los profesores no ganan nada, que nadie los respeta, que es la peor profesión del mundo. Ella quería ser economista, porque le gustaba el dinero. Por no ofenderlo le dijo que la educación le interesaría sólo como negocio; que así sí.

El profesor ideó un ejercicio descabellado: imagínense que un día hay una epidemia mundial. Una pandemia. Una enfermedad que mata a una persona en 5 días, para la que no hay vacuna, ni tratamiento, pero, además, se contagia por el aire.
– ¡Ahhh! – exclamaron todos los niños.

– Ahora bien -continuó Covi- imagínense que la única solución posible es dejar que el virus mate a los que ya están contagiados y encerrar a todos los demás en sus casas, para que no se contagien. Imagínense las calles vacías, las empresas y los centros comerciales cerrados, los restaurantes vendiendo a domicilio solamente; los estadios, cines, bibliotecas y parques cerrados. Los carros, motos y bicicletas en los garajes. Imaginen los colegios y universidades cerrados y los niños, como ustedes, estudiando desde la casa.

– ¿Por cuánto tiempo estaría todo cerrado? – preguntó Claudia, en un reflejo, aun cuando no le habían dado el uso de la palabra.

– No sé. -contesto el profe Covi. Digamos dos años. ¿Qué piensa cada uno?

– ¡Fácil! – exclamó Claudia. – que todos se queden en sus casas y que el gobierno les de dinero a todos para la comida.

– ¿Qué pasaría con las empresas, el comercio, la industria? ¿Con la economía?

– ¡De malas! Todos tendrían que aguantarse. – Replicó Iván, mirando por la ventana.

– ¿Y si se aburren, si se desesperan? – preguntó Covi, nuevamente.

– Pues que salgan los que en ese momento sean necesarios. Los de comida, los de medicamentos, los de los hospitales.

– Todas esas personas se arriesgan a morir. – contestó el profesor.

– Tendrían que salir también los transportadores, los mensajeros y los domiciliarios. -Musitó Claudia.

– ¡Tan boba! -se burló Iván- Si es así, que salgan todos: los de la construcción, los empresarios, los comerciantes. Si no producen plata, no pueden pedir domicilios.

– Piensen que siempre habrá personas sin hogar, que viven en la calle. A esas personas no las va a recoger nadie.

– Tocaría mantener a los niños en las casas, -dijo por fin Victoria- tendrían que estar en vacaciones o recibir clases en las casas

– ¿Esas clases serían buenas? – preguntó Covi.

– No importa. – Contestó Victoria. – Sólo son niños.

– Si la única manera de no contagiarse va a ser estar encerrados mientras el virus se muere con las personas infectadas, ¿cómo van a hacer los médicos, las enfermeras, los de las ambulancias y los de las droguerías para atenderlos sin infectarse? Porque cuando la gente vea que está enferma, van a tratar de curarse, ¿o no? – Claudia volvió a preguntar.

– Tendrán que buscar formas de protegerse, equipos adecuados, no habría problema, porque la ciencia y la tecnología avanza y la sociedad, por sentido común, – replicó Covi – por pura lógica, protegerá a quienes la cuidan.

– ¡De malas! – dijo Guillermo, mirando su teléfono celular – son médicos, se creen muy inteligentes porque estudiaron medicina, que vean cómo hacen; un gobierno serio se debe preocupar más por el ejército y la policía que, por médicos y enfermeras, todos saben lo mal que atienden a las personas cuando van a una consulta, si es que los atienden.

Hubo un barullo general, parecía que, por fin, una clase de Conrado iba a propiciar un debate.
Pero sonó el timbre.

Descanso.

Por: Julio Andrés Arévalo / Docente

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