Se lo advirtieron en todos los tonos, pero debió hacer caso omiso porque no encontró a nadie más dispuesto a hacerlo. Su mujer antes de salir de la casa le dijo que no se le ocurriera pararse ahí, en ese sitio que no era de él, pero a veces el hombre no hace caso de los consejos de la mujer, como le pasó a Miroslav Djukić el día que tuvo que patear el penal que podría haberle dado el primer título en primera división al Deportivo La Coruña. Lo falló.
Se encontró con esa situación en medio del caos y decidió tomar ese riesgo, sabiendo de las consecuencias. Un poco eso mismo le ocurrió a Bélmer Aguilar una tarde que el Atlético Bucaramanga precisaba marcar desde el punto blanco para ganar un juego clave a la hora de esquivar el descenso cruel. Volteó a mirar a todos lados y como nadie quiso hacerse cargo, el buen Bélmer y disparó con la inocencia del que no debe nada y sin importar que no fuera experto en esa materia de los 11 pasos. La pelota pegó en el palo.
Cuántas cosas pasan en un penal. Y uno ahí, tratando de adivinar lo qué pasa por la mente del tipo al que le tocó por suerte pararse frente al balón. “Tiene miedo”, “se ve nervioso”, “tiene cara de que se lo va a comer”, “miró antes al arquero, se va a joder”, “el tipo va concentradísimo”, “juro que va a patear al centro, ese no se complica”… trata uno, en esa profunda impotencia de nunca haber pateado un penal en una final, de entender por qué lo podría fallar el protagonista de antemano, casi condenándolo a la culpabilidad sin que él mismo haya podido hacer una defensa.
Pero es divertida esa especulación. Me acuerdo siempre de un tipo que aunque perdió una increíble definición de penales, demostró que con él, lo de los 11 pasos no era jodiendo: Jorge da Silva tuvo que patear tres penales en una misma noche. Fue en aquella impresionante semifinal de Copa Libertadores 1992 contra el Newell’s Old Boys que dirigía Marcelo Bielsa. Da Silva –un ju-ga-do-ra-zo– debió patear un penal durante los 90 minutos reglamentarios (fue el gol del América en aquel 1-1) y en la tanda de penales –donde fallar es sentirse condenado– tuvo que rematar dos veces porque el empate entre ambos clubes seguía y debieron comenzar de nuevo la ronda de pateadores. Los 22 en el campo remataron y la serie no se terminaba, así que hubo que arrancar otra vez en el mismo orden. ¡Justo cuando cualquiera podría creer que ya ese paso al tablero no se iba a repetir! Allá fue Da Silva y de nuevo dejó desairado a Norberto Scoponi.
Pero si hay que escoger un penal reciente, hay que guardar el resto de la vida en la mesa de noche el cobro de la Pulga Rodríguez, delantero de Colón, contra Atlético Mineiro en la definición de penales para definir el segundo finalista de la Copa Sudamericana. Y digo que hay que escogerlo porque su cobro no aseguraba el triunfo –el arquero de Colón debía tapar el último de Mineiro para clasificar– ni la clasificación; porque fue en Brasil donde siempre será jodido marcarlo; y porque, en un arrebato infantil, Rodríguez corrió como una gacela, como si fuera a matar de un balonazo al portero rival, y al final dio un brinco y lanzó suave, haciendo jugar al arquero un segundo antes. Y por la sonrisa pícara y plena de la Pulga, que celebró con más alegría su maravilloso engaño que el gol mismo.
Todo el barrio, todo el desenfado y todo el gusto por la profesión en un lanzamiento.