El 5 de abril de 2003, dos meses y cuatro días después del consejo comunitario número 17, celebrado por el entonces presidente de Colombia en Corozal, Sucre, el exalcalde de El Roble, Eudaldo León Díaz Salgado, fue encontrado muerto en el sector Boca del Zorro. El cuerpo del exmandatario municipal presentaba signos de tortura y nueve orificios de balas en distintas partes del cuerpo.
En el recordado consejo, que estremeció al país por lo impactante de los señalamientos, Díaz Salgado le dijo a Uribe Vélez, ante las cámaras de televisión que cubrían el evento, que el gobernador Salvador Arana, sentado a la derecha del mandatario, “lo iba a matar”.
La incomodidad y ofuscación del jefe del Estado fue notoria, tanto que le quitó la palabra al denunciante y se dirigió a uno de sus asistentes para que tomara nota de lo expresado y, al cabo de unos minutos, cambió de tema.
El resto de esta historia la conoce el país: Uribe le echó tierra a las denuncias y meses después del secuestro y asesinato de Díaz Salgado nombró a Arana embajador en Chile. A partir de ese momento la gran mayoría de los involucrados en el crimen del exburgomaestre fueron perseguidos y asesinados a tiros.
Por supuesto, la idea de la matanza de líderes y comandantes de las AUC tenía como propósito dejar a los órganos de investigación sin los testigos claves del hecho y de esta manera impedir que el entonces embajador de Colombia en Chile fuera condenado por la justicia.
Pero esta “estrategia” de cobijar a los suyos no ha sido la única que ha puesto en marcha el hoy senador Álvaro Uribe.
Si es cierto que a nadie se le puede condenar sin antes ser juzgado, las evidencias en este caso eran abrumadoras y todas apuntaban hacia la misma persona: Salvador Arana como autor intelectual del secuestro y magnicidio.
Si Uribe hubiera respetado a la justicia y la normatividad jurídica como suele pregonarlo frente a las cámaras y micrófonos de algunos medios, se habría abstenido de nombrar embajador de Colombia ante el gobierno de otro país a un investigado por el secuestro y asesinato de un alcalde municipal, pero lo que quedó evidenciado en esa “jugadita” era la de alejar a su protegido de los focos de los medios, sacándolo del territorio nacional hasta cuando se enfriara la investigación y la amnesia colectiva cayera sobre él.
El paramilitar Jairo Castillo Peralta, alias Pitirri, declaró por entonces ante la justicia sobre una larga lista de asesinatos por encargo cometidos por él a nombre del exgobernador Arana y los congresistas Álvaro ‘el Gordo’ García y Mario Uribe. Es decir, tanto Arana como García y Mario Uribe, de acuerdo con las declaraciones del paramilitar, habían contrato sicarios para asesinar a sus enemigos políticos y a todos aquellos líderes que se constituyeran en obstáculo en ese megaproyecto de refundar al país.
Esto no solo explicaría el secuestro y el posterior asesinato de Díaz Salgado, sino también las más 400 masacres que se llevaron a cabo entre 2002 y 2010, periodo en el que Álvaro Uribe Vélez fue presidente de Colombia.
Pero este comportamiento del senador y expresidente de negar los hechos que lo afectan se le ha convertido en una norma que contradice su cacareada berraquera paisa y sus cojones de acero.
“Usted me conoce físicamente y acudo a su buena memoria al señalarle saludos de mano en una ocasión en el Centro de Convenciones de Santa Marta, tal vez también en la propia Universidad del Norte. Sin embargo, de esta segunda oportunidad no tengo certeza. Usted se dirigió a mí al momento del saludo diciéndome “profesor, ¿cómo está?”. No sé si esto tenga algo de importancia, pero según se comenta usted cuenta con una excelente memoria”, escribió el profesor Alfredo Correa de Andreis en una de las dos cartas que le hizo llegar al presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez tres meses antes de que Jorge Aurelio Noguera Cotes (entonces director del DAS y uno de los “buenos muchachos” del mandatario) ordenara su asesinato.
Fueron dos misivas desesperadas, de angustia y tensión, escritas poco después de que un comando de agentes del DAS allanara su casa y unos supuestos integrantes de las Farc lo señalaran ante un fiscal de Cartagena que Correa de Andreis era un reconocido ideólogo de esa agrupación guerrillera.
Cuando la noticia de su muerte se hizo pública y los medios de comunicación hurgaron en el asunto de las cartas, el presidente de la República negó categóricamente que las misivas hubiesen llegado a sus manos a pesar de que estas, como quedó registrado en varias notas de prensa, tenían el sello de radicado de la Presidencia y llenaron los requisitos exigidos para llegar a manos de mandatario de los colombianos.
“Indiscutiblemente el presidente se lavó las manos como es su costumbre”, aseguró por entonces Magda Correa, hermana del docente e investigador asesinado. “Pero como es su palabra de presidente contra la nuestra, no sucede nada”.
En abril de 2015, un grupo de agentes de CTI, cumpliendo con el fallo condenatorio de la Corte Suprema de Justicia, dio captura al exministro de salud Diego Palacio, y días después ejecutó la misma orden contra el exministro Sabas Pretelt. Según el fallo del alto tribunal, los exfuncionarios del gobierno Uribe fueron condenado a seis años de cárcel por haber entregado dádivas a congresistas para que votaran la reelección del entonces presidente.
Los resultados de aquel oscuro entramado los conoció luego el país y dio origen a un episodio nacional que hoy se recuerda como la “Yidispolítica”.
Pero el asunto real no es que estos funcionarios del gobierno de la “Seguridad Democrática” se hayan paseado por los pasillos y oficinas del Congreso repartiendo entre los senadores y representantes embajadas, notarias, consulados y otras prebendas. No. El asunto verdadero es que un señor que se enteraba de primera mano de cada uno de los movimientos de los guerrilleros de las Farc en La Habana, Cuba, no se haya enterado que a pocos metros de la oficina oval de la presidencia, sus ministros andaban comprando, con ofrecimientos de cargos y otras “mermeladas” la voluntad de algunos los miembros del legislativo para que su jefe permaneciera cuatro años más en la Casa de Nariño.
Por: Joaquín Robles Zabala / Profesor universitario y magíster en comunicación.