“Cuando tengas mi edad lo entenderás” fue un mantra al que tuve que someterme durante mi infancia y primera juventud de parte de quienes se creían facultados para darme lecciones sobre cómo vivir. Hoy, sumido de lleno y con cierta satisfacción en el comienzo de mis cuarenta, debo decírselo con el más absoluto respeto a aquellos que con las mejores intenciones pretendían aleccionarme: a la fecha ya he superado los años que muchos de ellos cargaban por entonces, pero aún permanezco sin comprender eso que se suponía ya debería tener debidamente asimilado. También que, según me atrevo a pronosticar, y aunque llegara a los cien, dudo que ni siquiera en esa instancia consiga hacerlo.
Así las cosas, en procura de inventariar hasta qué punto mi mentalidad ha mutado en relación con los conceptos e ideas que sostuve o defendí en décadas anteriores, debo apelar al contraste. A lo que en un momento veneré y que hoy me repele… Y viceversa. A esas preconcepciones que he ido venciendo o afianzando. Por tanto, y para efectos de terapia y ejemplificación, me valdré de las líneas siguientes con el objeto de citar algunos pocos pensamientos que el tiempo ha venido modificando en mí hasta volcarse hacia lo opuesto. Y aquí voy…
En los ochenta, Jota Mario Valencia me parecía simpático y bonachón; Michael Jackson, George Michael y Prince, inmortales; el coronel Plazas, un héroe; el M-19, malvado; Jeringa, chistoso; la Coca-Cola, refrescante; el metro de Bogotá, posible; Santofimio, honesto; el Nutra-Sweet, saludable; Venezuela, una vecina rica; Millonarios, hegemónico e indestronable; los Milli Vanilli, talentosos; Nelly Moreno, una diva, y el Reinado Nacional de la Belleza, relevante. La lista continúa, pues bien recuerdo que por entonces Carlos Antonio Vélez era, a mi parecer, objetivo; Alejandro Villalobos, un modelo de joven comunicador a imitar; Elkin Patarroyo, modesto; Andrés Pastrana, amable y progresista; 88.9, eterna y omnipotente; Francisco Maturana, humilde y ecuánime, y William Vinasco Ch., un gran locutor.
En los noventa, la apertura gavirista y la privatización se me antojaban estupendas ideas, suponía que no era posible imaginar un peor presidente que el ya mencionado Pastrana, por quien en la década inmediatamente anterior, lo dije, profesaba simpatía; Padres e hijos entraban dentro de la categoría de inacabables; Shakira constituía, a mi juicio, una baladista sin futuro destinada al olvido; Juanes, un rockero consumado; Juan Manuel Galán era un huérfano mártir; Maza Márquez, un héroe; América de Cali, una institución eternamente multimillonaria; Carlos Alonso Lucio, un revolucionario, y Pablo Escobar, un invencible.
Y ya a comienzos de este siglo, TransMilenio y el Parque El Virrey me parecían monumentos al urbanismo; Jaime Baily, un revolucionario gracioso e irreverente; el actual burgomaestre capitalino, un hombre bienintencionado, progresista y visionario; los bolardos suyos, una estupenda idea, y Vicky Dávila y Claudia Gurisatti, dos grandes promesas del periodismo.
Hoy, cuando desde este mirador generacional puedo mirar en retrospectiva, el panorama luce metamorfoseado, una prueba más de cómo las percepciones, juicios y prejuicios sobre cuánto nos rodea van evolucionando en proporción equivalente a la manera como envejecemos. El mundo y de mi juventud y aquellos paradigmas desde los que entonces lo evaluaba eran, por fortuna, bastante distintos a los actuales. Y así, supongo, se seguirán derrumbando ante mí todas aquellas puerilidades forjadas desde la desinformación o la inocencia. Hasta el otro martes.