Los humanos somos hábiles para denunciar los males que nos aquejan, pero tenemos mala disposición para admitir el daño que producimos o las injusticias en las que participamos. Nos desgañitamos exigiendo que se nos reconozca como víctimas de opresiones, pero nos es indiferente la opresión que generamos. Solemos juzgar como importantes únicamente nuestros sufrimientos y angustias, pese a ser causantes de padecimientos inmerecidos. Reclamamos nuestros derechos, aún cuando al hacerlo neguemos los de otros. En fin, somos moralmente ciegos con quienes consideramos menos valiosos o indignos.
El derecho al trabajo es uno de los más usados para oprimir a quienes metemos en el costal de los desmerecedores. Abundan los litigios en los que demandantes, definidos a sí mismos como ‘desfavorecidos’ o ‘discriminados’, reclaman su ‘derecho a usar animales’ como parte de su derecho al trabajo. En ellos exigen la salvaguarda de sus ‘privilegios’, aun si su forma de vida precariza o aniquila las vidas de otros seres sentientes, capaces e inteligentes. De hecho, es con este argumento como, en parte, se han mantenido en el tiempo toreros, cirqueros, cocheros, zorreros y hasta peleteros y cazadores: exigiéndole al derecho y a la política proteger sus ‘oficios’ de explotar y abatir animales.
Es asombroso que tras tantas luchas libradas por grupos humanos, otrora marginados y excluidos, sigamos sin percatarnos de que los argumentos de la opresión han sido siempre los mismos y continúan reproduciéndose, sistemáticamente, contra los animales. Nos creemos superiores y con pleno derecho a tomar sus vidas y someterlas, como ocurrió en la esclavitud. No parecemos dispuestos a ponerles fin a los abusos. En cambio, nos llenamos de razones para seguir explotándolos e incluso pretendemos hacer de esta injusticia parte de un derecho fundamental.
Nuestro lenguaje está lleno de alusiones a esta opresión. Decimos que ‘trabajamos como mulas’, ‘tiramos del carro’ (tal como obligamos a hacer a los equinos), ‘camellamos’, o ‘curramos como bestias’. Imponemos a los animales las mismas relaciones de subordinación que denunciamos constantemente en el mundo del trabajo, pero además les negamos su derecho al descanso, al alimento, a la movilidad, a la filiación, a expresar sus comportamientos naturales y a un largo etcétera que termina haciendo de sus vidas, cuando les permitimos conservarlas, existencias miserables.
No se trata de reconocerles a los animales derechos laborales. Ellos, a diferencia de nosotros, no aspiran a mejores salarios, más prestaciones sociales o estabilidad laboral. Menos aún, de honrarlos con estatuas por su papel desempeñado en la industrialización o de agasajarlos por los ‘servicios’ que nos ‘brindan’ cada día.
El único derecho que los animales necesitan reconocido y garantizado es el de no ser usados en actividades crueles o degradantes. El derecho a vivir en paz y en libertad.
Esta semana se conmemoró el Día del Trabajo en buena parte del mundo. Sus consignas por los derechos siempre han sido consignas por la emancipación. Sin embargo, librarse de la subordinación y la dependencia solo será posible el día en que dejemos de tomar y usar como propias vidas ajenas y reconozcamos el derecho fundamental de los animales –humanos y no humanos– a vivir con dignidad.