Nunca en estos veintitrés años transcurridos desde cuando me hice bachiller he utilizado bajo contexto alguno las funciones trigonométricas, las integrales, las derivadas ni el balanceo químico de ecuaciones por óxido-reducción. Una afirmación similar mía vía Facebook despertó hace días bastantes réplicas, algunas de contertulios furibundos por aquello a lo que llamaron “defensa de la ignorancia y del analfabetismo científico”.
Para conjurar incomprensiones, aclararé: nadie sensato se opondría al álgebra, al cálculo y demás saberes afines. Todos son, aparte de interesantes, fundamentales. Sin sus cultores no existirían esas cosas que le confieren su lado positivo a esto de ser humano. Tantas innovaciones, tanta tecnología y tantas mejoras infraestructurales se tornarían impensables al desdeñarlas. Si aplicásemos con rigor el método científico a nuestra cotidianidad, gozaríamos de una existencia menos sufrida y más basada en certezas que en conjeturas. Yo mismo agradezco y disfruto poder resolver reglas de tres y calcular porcentajes.
Mal haría en emular al tocayo Oppenheimer, quien desde su sesgo afirmó que necesitábamos “menos filósofos y más ingenieros”. La civilización precisa por igual humanistas que matemáticos, y jerarquizar por su grado de ‘indispensabilidad’ ambas aproximaciones al conocimiento resulta, aparte de absurdo, descerebrado. Por demás –esto me lo enseñó mi abuelito, que aunque contador público juramentado es un poeta encubierto–: “La aritmética encierra los secretos del universo y alberga el código de su encanto excelso expresado en caracteres alfanuméricos”.
De ahí, precisamente, lo ruin de vulgarizar la trascendencia y la magia escondidas en dichas disciplinas hasta convertirlas en aquello a lo que muchas entidades educativas han terminado por reducirlas: en instrumentos de tortura sin teoría previa ni aplicación práctica que las soporten o contextualicen. También a la causa por la que bastantes colombianos reprobamos uno o varios grados de nuestra ‘deformación académica’, acontecimientos que aún me indignan, pues desde la preadolescencia entendí que ni la ingeniería civil ni los balances contables eran ni serían lo mío.
Semejante responsabilidad la comparten determinadas políticas pedagógicas, más enfocadas en la masa que en individuos, un número considerable de compatriotas que de profesionales frustrados saltan a docentes rencorosos, más dados a reprimir que a motivar, y también esos colegios convencidos de que la valía de un educando se mide en razón de sus destrezas numéricas y apegos a normas. Mejor potenciar las aptitudes de quienes desde temprano profesan natural inclinación por ciertas áreas, mediante la intensificación personalizada en su formación a ese respecto. Segmentar grupos según aptitudes, intereses y vocaciones, una vez las instrucciones básicas estén sembradas.
En retrospectiva, las matemáticas constituyeron para mí y para bastantes condiscípulos un sinónimo de castigo. Un escollo horripilante con el que se nos postulaba como infaltables candidatos de honor a repitentes y a beneficiarios vitalicios de matrícula condicional. ¡Cómo habría deseado que fuese diferente! Que las lecciones de física y química hubieran tenido lugar, por principio, en un laboratorio y no en una somnífera ‘jaula de clase’. Que ambas incluyeran ponencias fascinantes sobre la forma como acontece todo cuanto acontece en el mundo material, y no previas, ‘qüises’, y tareas al por mayor. Que nuestros adoctrinadores de turno hubieran conseguido seducirnos y encaminarnos a amarlas y no a potenciar nuestro escalofrío ante su sola mención. Conmigo no ocurrió, pero aspiro a que un día los ‘entes incompetentes’ se planteen formar seres razonables y sintientes antes que calculadoras. ¡Nos leemos!