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En dos semanas ocurrieron dos hechos fatales contra animales en cautiverio. El primero, en el zoológico de Santiago de Chile, donde dos leones fueron asesinados a tiros para “poner a salvo” a un hombre perturbado que se lanzó a su celda. El segundo, en el zoológico de Cincinnati, cuya víctima fue un gorila plateado, también abatido a bala por causa de un niño que entró a su encierro.

Ningún animal debió morir. Basta ver en el video la actitud tranquila de los felinos ante el suicida, para pensar que los guardias pudieron aplicarles a las víctimas dardos tranquilizantes. En cuanto al gorila, según la primatóloga Jane Goodall, el macho desplegó hacia el niño un comportamiento protector, tal como lo hiciera la gorila Binti Jua en exactas circunstancias en un zoológico de Chicago en 1996. Definitivamente la barbarie es nuestra.

Estos episodios no son aislados. El mismo día del asesinato del gorila, una leona marina en gestación fue abatida por tomar la cría de una congénere como propia. Meses atrás, dos cebras que intentaron escapar fueron tiroteadas: una en Japón, otra en Nueva York. En 2014, el zoológico de Copenhague dio un festín visual a sus asistentes al descuartizar a la jirafa Marius, de 18 meses de edad, por considerarla inútil para efectos de conservación. El mismo argumento esgrimió otro zoológico danés, un año más tarde, al matar a una joven leona y diseccionarla con fines “pedagógicos” delante de una multitud de niños aterrados.

La lista de muertes absurdas continúa. Unas causadas por la artificialidad de los encierros, como las de las tres pequeñas jirafas que murieron desnucadas en zoológicos de Dallas, Fresno y Miami entre 2015 y 2016. Otras por “errores humanos”, como el que condujo a la muerte de dos chigüiros, uno en Fresno y otro en Canadá, cuando sus “cuidadores” permitieron el ingreso a sus jaulas de animales con quienes los roedores jamás tendrían contacto en libertad. Los primeros tipos de muertes son llamados “accidentes inesperados”; los segundos, “enriquecimientos no autorizados”. Ambos, eufemismos para apodar realidades vergonzosas.

Y entre tanto, los zoológicos insisten en que están para educar y conservar especies en vías de extinción. ¿Acaso se educa viendo a animales enloquecidos caminar de un lado para otro “como leones enjaulados” o abandonados a la tristeza de la prisión? ¿Confinando a animales y exponiéndolos como mercancía? ¿Sembrando en los niños la idea de que está bien someter a otros para nuestra entretención? ¿O solucionando las dificultades a punta de bala?

En cuanto al pretexto de la conservación, según un estudio de Tim Zimmerman publicado por la revista Outside en 2015, de 228 zoológicos de Estados Unidos solo 30 trabajan para la recuperación de especies con pocas esperanzas de reintroducir a los animales a su hábitat.

No hay que darle muchas vueltas al asunto: los zoológicos se han convertido en miserables negocios de disparo fácil. El lugar para los animales cautivos que ya no podrán ser liberados deberían ser santuarios. Costa Rica es un gran ejemplo de reconversión. El otro es Dinamarca, que con Zootopia, zoológico del siglo XXI, encontró el modo de poner las cosas al derecho: en él, somos los humanos quienes estamos en cautiverio mientras los animales deambulan en libertad.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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