Mis compañeros de trabajo siempre me han preguntado por una colchoneta que tengo guardada al lado del archivador de mi oficina y yo he tratado de explicarles que su uso es muy importante para mí. La compré porque nací en Barranquilla, ciudad en la que a las doce del mediodía se cierran los bancos, los almacenes quedan solos y todas las personas se dirigen a sus casas a almorzar.
Todo vuelve a la normalidad a las dos, pero después de comer ocurre algo sagrado, no negociable, e indispensable para que el resto de la tarde sea feliz: se hace la siesta. En su mayoría, la gente se cambia la ropa, se pone algo cómodo y se acuesta en su cama después de poner la alarma. Descansa profundamente y luego despierta y se arregla como al comienzo de la jornada laboral.
Eso es posible gracias a las distancias que suelen ser más cortas y lo que aprendimos de las generaciones pasadas. Hace muchos años que me mudé a Bogotá, pero ha sido realmente difícil adaptarme a los cortos almuerzos, al ritmo acelerado de la ciudad y por eso, cada que puedo, extiendo la colchoneta, uso mi bolso de almohada y duermo cinco minutos.
No es tan cómodo como la cama, no hay silencio, ni poca luz, pero es la manera en la que siento que sigo ligada a mis costumbres y que le ayudan a mi cuerpo a estar más relajado para enfrentar el estrés de siempre. Por estos días estoy visitando a mi gente, por eso no hay nada mejor que volver a la siesta, no saben cuánto la disfruto y sé que muchos de los que están leyendo esta columna me entienden.
¡Feliz fin de semana!
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