A veces pienso en Colombia como una gigantesca chiva sin frenos ni destino, cuyos pasajeros vamos despeñándonos hacia un incierto abismo, mientras entre reggaetones, vallenatos, realities y torneos futbolísticos bebemos aguardiente e importunamos la paz del entorno con nuestro escandalosísimo: ¡uuuuuuh!
Para ser franco, encuentro simpático dicho prodigio de la ingeniería automotriz, según dicen fruto del trabajo mancomunado de los antioqueños Luciano Restrepo y Roberto Tisnés, quienes al parecer concibieron la primera en 1908. Dudo que otra invención mecánica u ornamental englobe nuestra nacionalidad como lo consiguen estos pintorescos vehículos. Si bien no dispongo de estadísticas suficientes como para dar peso a tal teoría, no resulta difícil vislumbrar su veracidad.
De seguro en algún momento las chivas artesanales ornamentadas con el infaltable tricolor engrosaron el top 10 de detalles nacionalistas más apetecidos, al lado de garrafas de aguardiente, bolsas de café, iglesitas pueblerinas de barro, arequipe en totumas y bocadillos veleños en hoja de bijao, cuando se trataba de agasajar a nuestros allegados internacionales con algún presente representativo de eso a lo que sin muchas bases tendemos a denominar ‘lo nuestro’.
Por décadas, la chiva constituyó compra obligada para quienes al zarpar hacia las ‘extranjas’ encontraban en ellas la mejor manera de desembarazarse de algún obsequio típico de emergencia en terminales aeroportuarias o ferias artesanales. Cómo olvidar cuando la ya difunta Corporación Nacional de Turismo se valía de estas para prensar afiches en donde innumerables chivas se alzaban altivas, enmarcadas entre cocos, papayas, palmeras, gallinas para sancocho y sombreros ‘vueltiaos’.
Dentro de esta chiva llamada Colombia imperan credos inobjetables y protocolos ya conocidos: el primero es la ordinariez aquella de “no dar papaya”. El segundo, la convicción de que “de religión y política no se habla”. Pero, eso sí, si se trata de entablar acalorados coloquios en torno al próximo triunfador de La voz kids, de Yo me llamo o del concurso de talentos de turno, nuestro espíritu siempre estará presto al sano intercambio de posiciones alrededor de tan relevantes temáticas. El tercero: nuestro patriotero apego a patrañas estadísticas como aquella del “mejor vividero del mundo” o a esa que nos eleva a supuesta potencia más feliz del planeta, hecho justificable al confrontar dicha creencia con la sexta casilla que simultáneamente ocupamos en el índice de ignorancia con respecto a nosotros mismos, evidenciada no hará una semana.
Contra todo pronóstico, en contravención a la lógica misma, esta chiva no se detiene, aunque por poco mantenimiento tienda a varársenos con frecuencia. Adentro algunos, con su larvado antropocentrismo, empeñados en legislar para el hombre y no para la vida, discuten si vender el lote circundante en bloque o parcelarlo. Los demás comercian con reservas hídricas irrecuperables a cambio de billones y se ufanan del estupendo negocio. Y ya a escala local, otros insisten en levantar vigas por entre humedales, invadir cerros y sabanas y confundir urbanismo con ladrillos. Los restantes, por su negligente parte, andamos indignándonos por la no-alineación de Falcao o por los robos descarados de la corona universal de la belleza con los que cada año bien sabemos victimizarnos. Y al tiempo… una mayoría de compatriotas, entre resignados y anestesiados, proclaman su eterno cántico de batalla a la vez que apuran otra copa: “Señor chofer… más velocidad. Hunda la chancleta y verá cómo nos va”.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.