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El pueblo que le teme a la lluvia

Un año después de la avalancha que arrasó con el 40% de Mocoa, sus habitantes siguen unidos por el miedo que les producen los aguaceros.

Cada vez que un aguacero se cuaja sobre Mocoa, quienes están en las calles se apuran a llegar a sus casas. Lejos de las ganas de escampar, la prisa es estar junto a sus familias. No parece quedar nadie que no tenga presente cómo los aguaceros desataron la tragedia el 31 de marzo del 2017, cuando el desbordamiento de los ríos Mulato, Mocoa y Sangoyaco y de dos quebradas que atraviesan la capital del Putumayo se llevó 17 barrios en su furia de media noche.

Las lluvias nocturnas son las más atemorizantes. Hace poco, por ejemplo, el cerrajero Edwin Londoño tenía que atender una emergencia una noche en pleno aguacero y su hija de 10 años le rogó que no saliera. Él, al igual que más de 7000 familias, resultó damnificado por la avalancha que acabó con el barrio en el que había construido su vivienda con los ahorros de 15 años de trabajo. “No recuperé nada, solo mi vida”, cuenta.

En Colombia, sobreponerse a una tragedia puede tardar mucho. Como en Mocoa, donde los efectos del desastre siguen expuestos en las calles devastadas que conducen a barrios enterrados. Entre la gente, las consecuencias de aquella noche no solo se notan en las pérdidas materiales que se arruman en escombros a lo largo de muchas calles, sino en las heridas emocionales que sobreviven de distintas formas. Algunas podrían llamarse traumas. Según cuentan los mismos habitantes, el apoyo psicosocial ha sido más pobre que la asistencia en infraestructura.

Un año después de la avalancha, las obras del Gobierno Nacional pueden resumirse en pocas líneas: entrega de 100 viviendas de interés prioritario para la reubicación de igual número de familias afectadas, que hacen parte de una lista de 1461 hogares esperando la misma suerte; implementación de un Sistema de Alertas Tempranas con un puesto de monitoreo, construcción de una biblioteca y pavimentación de cuatro vías.

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Varias veces, el militar Guillermo Suárez ha ido donde era su casa en un barrio ya inexistente. En medio de las viviendas destruidas y de montañas de rocas, escombros y troncos de árboles, es imposible que la nostalgia no se convierta en un ejercicio cotidiano. Guillermo explica que ahí debajo están su cama, su televisor, su teatro en casa, su equipo de sonido, otros electrodomésticos y hasta la cuna de David, su bebecito de dos años.

Sobre el techo metálico de esa casa, la noche del 31 de marzo él y su familia vieron con horror cómo a escasos metros se deslizaba el río con gente que se ahogaba en gritos y en lodo. Desde esa vez, todos tienen dificultades para dormir. Hace poco él soñó que a Villagarzón, un pueblo a 20 minutos al sur de Mocoa, le caía un cerro encima. La casa donde los Suárez se mudaron tiene techo en concreto a solicitud de la esposa, que confesó que no podía volver a dormir con el ruido de la lluvia cayendo sobre el metal de las tejas.

Aunque cifras del Registro Único de Damnificados relacionan 331 muertos, los mocoanos coinciden en que el número de víctimas mortales que dejó la avalancha podría ser hasta seis veces mayor. Nada más Mauricio Achinte, voluntario de la Defensa Civil, recuerda que por lo menos 50 cadáveres pasaron por sus manos. Él hacía parte de un grupo de rescatistas integrado por el Ejército, la Cruz Roja y cientos de personas que ayudaron a desenterrar cuerpos. “Los niños todavía gritan cuando llueve”, dice.

Entre los restos que componen la geografía actual del municipio se mantienen en pie trozos de casas que deben ser demolidos. En las paredes que no se derrumbaron, las marcas del lodo alcanzan los dos metros de altura. En el suelo, la maleza se riega por las grietas también llenas de barro seco y troncos despedazados. Prendas de vestir estrujadas por el barro. Juguetes y cuadernos sin dueños. Sin planearlo, el cementerio más grande del sur del país.

Lo que antes era una barbería en el barrio El Progreso conserva el dibujo de un cristo en uno de sus muros semidestruidos. La obra a carboncillo fue hecha 14 días antes de que la avalancha borrara el negocio, como lo indica la firma del artista. El rostro divino quedó intacto. Algún curioso se encargó de limpiarle la sombra del barro y ahora se mantiene como una suerte de atractivo turístico.

Unas cuadras más adelante, donde fue el barrio San Miguel, las rocas y las paredes también guardan mensajes: ‘¿Aún tienes los ojos color miel, mi amor?’, ‘Aunque me odiaron, yo siempre las amé’, ‘Somos damnificados, no nos olviden’ se lee entre los escombros. “Hay rupturas emocionales que el dinero no puede comprar”, dice Mauricio, todavía voluntario de la Defensa Civil. Meses después del desastre, su divorcio fue una de esas rupturas.

La avalancha acabó con todo lo que halló: desde humildes ranchos de madera donde intentaban rehacer sus vidas familias desplazadas por el conflicto armado hasta la casa de José Antonio Castro, alcalde de Mocoa desde el 2016. De su vivienda, rodeada por dos de los ríos que se desbordaron, no quedó nada. Ese día, a él y a su esposa los salvó estar una cumbre de alcaldes en otra ciudad.

Sin embargo, su hijo de 11 años presenció todo. “Lo habíamos dejado con la abuela. En las cámaras de seguridad pudimos ver que ambos se fueron para la casa de enseguida a las 11:58 p.m., dos minutos antes de que bajara la avalancha. Se quedó en el balcón mientras pasaba toda la gente pidiendo auxilio”, recuerda el alcalde. Haber sido testigo de la tragedia le costó al pequeño 26 días en el hospital por un trauma psicológico.

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Unidos hasta la muerte

En el cementerio Normandía, uno de los dos que funcionan en Mocoa, más de 60 lápidas coinciden en un dato: 31 de marzo del 2017 como fecha de defunción. Son casi la tercera parte de las que hay en el lugar y una minúscula porción de las víctimas mortales que dejó avalancha, pues muchos cuerpos todavía no han sido encontrados o fueron enterrados en otros sitios.

La más jovencita de las víctimas en ese camposanto es Isabella Restrepo, de seis meses. A su lado y con el mismo apellido están Viviana y Shara. En el barrio Laureles, otro de los que hoy son solo arrume de rocas y maleza, hay tres cruces blancas con esos nombres como recuerdo del lugar de la muerte. Cerca de ellas permanece un zapatico blanco de bebé. Está lleno de agua y tierra, y adentro han crecido algunas ramitas verdes.

Sobrevivientes a la tragedia hablan de parejas que murieron abrazadas, de madres que prefirieron que el río se las llevara para salvar a sus hijos y de personas a las que el lodo arrastró mientras intentaban desgajar los árboles caídos para que sus vecinos no quedaran ahí represados y evitar que murieran ahogados. En el Normandía, muchas de las imágenes que adornan las tumbas son fotografías de familias enteras.

Frey David Tapia, rector del colegio Ciudad Mocoa, recuerda el día que regresaron a clases dos semanas después de la avalancha: “Los muchachos pasaron casi una hora reconociéndose y dándose cuenta de quiénes no estaban. Se abrazaban, lloraban. Ahora, cuando está lloviendo, muchos no vienen”.

El pasado 23 de marzo, la Diócesis de Mocoa hizo un evento con el que finalizó su labor como intermediaria entre quienes enviaban donaciones y los damnificados, ayudas que hoy ya son inexistentes. Ese día, más de 100 víctimas se reunieron en la iglesia. Antes de que iniciara la programación, las nubes se acomodaron grises anunciando un aguacero. Silencio total.


De acuerdo con una proyección de la población basada en el censo del Dane del 2005, Mocoa tendría 46.731 habitantes en el 2017. Esta cifra cambió después de la avalancha, pues muchos murieron y otros migraron.


Así se ve Mocoa 12 meses después de la avalancha

La capital del Putumayo es tan pequeña que los taxis no tienen taxímetro. Cualquier carrera dentro de la ciudad vale $3500 así el recorrido implique atravesarla de un extremo a otro, un trayecto que podría tardar 10 minutos. El único parque de Mocoa queda en el centro y a su lado están la Alcaldía, la Gobernación del Putumayo, la Policía y la catedral San Miguel Arcángel.

Quienes recorren esa zona pueden sentirse en un lugar como Palmira, en el Valle del Cauca, o La Mesa, en Cundinamarca: más motos que carros, almacenes que ofrecen variedades, papelerías, hoteles de $30.000 la noche, droguerías, ventas de fritanga callejera y restaurantes entre los que el más fino no tiene en su carta un plato que cueste más de $25.000.

Hasta allí no llegó la avalancha y todo se conserva intacto. Pero es suficiente avanzar tres cuadras hacia el norte para empezar a ver las consecuencias del desastre. Una calzada del puente sobre el río Sangoyaco está cubierta por un toldo verde que anuncia obras de construcción. Por allí pasaban tractomulas cargadas de petróleo que ahora toman otra ruta.

La estación de gasolina que queda al costado derecho de ese puente fue el lugar en el que cayeron vehículos que, arrastrados por el agua y el lodo, terminaron convertidos en chatarra. Hoy, el sitio se encuentra despejado y ofrece servicio. En un recorrido cuesta arriba que se puede extender unos tres kilómetros, la destrucción va apareciendo de varias maneras.

En los primeros metros del trayecto, que inicia en el barrio El Progreso donde el alcalde perdió su vivienda, la acera izquierda está llena de casas con la fachada destruida. A otras se les cayó la parte de atrás y entonces la sala quedó con una conexión directa a la orilla del río Sangoyaco. Esas construcciones sirvieron de barrera para que la acera derecha permaneciera en buen estado.

Luego de unos 30 minutos de caminata, el barrio San Miguel se asoma con sus escasas viviendas que parecen ilustrar la boca de un abuelito que ha ido perdiendo los dientes. Vecinos de este sector no tienen electricidad porque la avalancha se llevó los postes. Algunos han conseguido prender bombillos con conexiones improvisadas.

Metros más adelante, el punto más devastado es una suerte de camposanto en el que ahora hay rocas enormes, troncos de árboles, maleza en vez de casas y familias caminando por lo que antes eran calles. Un director de cine de terror podría escoger esas locaciones. Hay vecinos que aseguran haber visto a una niña fantasma que corre alrededor de una piedra.

Las familias desplazadas de la zona viven en hogares de parientes o amigos, o se las arreglan para pagar un arriendo para el que no alcanzan los $250 mil que cada mes les da el gobierno. Otras cuantas se han ido de Mocoa a poblaciones como Villagarzón o a veredas cercanas. De sus casas no pudieron recuperar nada, pues lo que no se llevó la avalancha se lo llevaron los ladrones.

Hay viviendas sostenidas solo por una columna a la que parece que un ventarrón podría tumbar. Los niños juegan en las calles sin pavimentar de los barrios semidestruidos. 126 familias han retornado por falta de dinero. Los trozos de las casas muestran paredes verdes, azules y fucsias. Quienes las habitaban parecían tener la alegría como bandera.

La horrible noche en palabras de las víctimas

“Estaba acostado. Llovía mucho. Me levanté y vi un poco de agua bajando, era una calle ancha, un barrio grande. Me acosté otra vez con mi esposa y el niño. Cuando ya el agua estaba entrando, no sé cómo hice pero acomodé al bebé en el techo y nos subimos ahí también”: Guillermo Suárez, militar.

“Una nieta vino a avisarnos que se había salido la Taruca (una quebrada) y no oíamos los golpes en la puerta porque llovía durísimo, parecía que estuvieran tirando baldados de agua en el techo. Cuando supimos que venía la avalancha, salimos y nos subimos al segundo piso de la vecina”: Segundo Fajardo, artesano, invidente.

“Sonaba como si estuvieran licuando piedras. Salí con mi pareja unos minutos antes para atender una inundación. Cuando volvimos al apartamento, momentos después de la avalancha, una vecina gritaba “¡Se murió mi abuela, ya no existe el barrio San Agustín!””: Mauricio Achinte, voluntario de la Defensa Civil.

“Salvé como a cinco familias que se subieron a mi balcón. Trataba de mantener la calma, estaba orando pero me desmayé. Cuando mermó el ruido intenté ir a la casa de mi mamá, que vivía a la vuelta, pero el lodo me llegaba hasta el cuello. Vi cómo todas las casas de mis vecinas se caían. Pensé que era el fin del mundo”: Marycruz López, tejedora.

“Mientras estaba en el techo le pedí a Dios que me diera una segunda oportunidad y le ofrecí disculpas por lo malo que había hecho. Pasó un señor que se le quería tirar a la avalancha porque se le habían soltado los hijos. Se sentía un temblor, se escuchaban gritos”: Guillermo Suárez, militar.

“Iba caminando, levanté unas tejas de zinc y encontré a unos esposos, cada uno con dos niños agarrados y con el lodo hasta el pecho aunque estaban subidos en el mesón de la cocina. Les hablé y no respondían. Estaban en shock. Habían estado unas seis horas ahí”: Javier Yela, maestro de obra.

“Nos dedicamos 26 días a hacer rescates hasta que nos descompensamos y no pudimos más. Ese día lloramos, no fue fácil aguantar tanto. Una líder afro murió porque prefirió cortar un árbol que se había caído para que las personas pudieran bajar en moto. Todo olía a barro, a muerte”: Mauricio Achinte, voluntario de la Defensa Civil.

“Había construido esa casita con mis ahorros de toda la vida y una indemnización por un accidente de mi hija. Solo me faltaba ponerle las ventanas y mudarme ahí con mi nieta. Cuando fui a ver, no quedaba nada”: Rosalbina de la Cruz, ama de casa.

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