Hace poco estuve en un evento de “mujeres por la paz”. Nunca he sido feminista de alzar banderas, pero acompaño de cerebro y corazón a mis amigas y compañeras que enarbolan esta lucha por razones de justicia.
Acepté encantada la invitación para hablar de los animales como otras víctimas de la guerra. Comenté que ellos, como las mujeres, han sido convertidos en objetos por un modelo patriarcal y que la lucha feminista por la emancipación y la igualdad debería incluir una mirada amplia sobre los sistemas de dominación. Planteé que las mujeres (no solo los hombres) también hemos sido opresoras y que nuestras maneras de vivir y consumir han contribuido a legalizar la mortandad en masa, cotidiana y silenciosa, de miles de millones de ellos en el mundo. Tanto escuché en aquella reunión hablar de “nuestro deber, como mujeres, de llevar la ética a la paz”, que me permití animarlas a abrazar a las víctimas silentes de la violencia y la exclusión.
Sé que mis palabras incomodaron a algunas de las presentes. Quizás porque a nadie le gusta saberse partícipe de ninguna forma de opresión cuando se reclama como víctima. O porque comparar la similitud de los argumentos que han servido para excluir a las mujeres y a los animales de la consideración moral y los derechos, les resultó ofensiva. Espero no haya sido porque hablé en nombre de las vacas. Finalmente, ellas y nosotras somos seres de “sangre, leche y lágrimas” (como diría Marguerite Yourcenar).
Espero me vuelvan a invitar porque pienso que las mujeres tenemos todo que aportar a la paz. Pero además, porque creo que nos asiste el deber de llevar al proceso de reconciliación las voces de otras víctimas, en virtud de nuestra historia. Ya sea desde la razón o el corazón (al fin y al cabo no les tememos a las emociones), las mujeres deberíamos alzarnos contra cualquier forma de opresión.
Y como todo cambio de enunciación y práctica comienza por uno mismo y la paz que anhelamos no es solo la del campo, podríamos empezar por hacerles la guerra (¡ahí sí!) a dos de las más grandes y despiadadas industrias que esclavizan, torturan y asesinan a 165 millones de animales sintientes cada año por motivos de vanidad. La producción de pieles (peletería) y la experimentación de productos cosméticos en animales son prácticamente nuestra responsabilidad. Otro frente de explotación animal que podríamos impactar, cuyo parte anual es de 150 billones de animales sacrificados, es el de la industria cárnica, láctea y de huevos, introduciendo hábitos de consumo ético en el hogar.
Quizás se saldrían un poco de nuestro campo de acción cotidiana violencias en las que los hombres miden su nivel de colonialismo victimizando a seres indefensos y vulnerados como los gallos, los toros y otros bovinos. Pero en prácticamente todos los frentes de guerra institucionalizada, cotidiana e industrializada contra los animales, nosotras podríamos hacer el cambio desde el amor, la sensatez, la inteligencia, la compasión y la justicia.
No creo que las mujeres seamos esencialmente buenas o justas; pero sí que nuestra historia nos sitúa en un lugar privilegiado para sentir con los oprimidos. Hagamos la paz.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.