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El poder de la palabra

¿Qué tan consciente eres de todo lo que dices? Hablar sin pensar es claramente uno de los problemas más cotidianos con los que tenemos que lidiar, ya sea porque tenemos que escuchar las sandeces de otros o porque tenemos que hacernos responsables de aquellas que decimos nosotros mismos; pero de la misma manera pensar sin hablar, es decir, tragarnos lo que sentimos, también es un problema que termina por envenenar lo que somos y limitar lo que podríamos llegar a ser.

¿Cuántas veces no te has arrepentido por lo que dijiste en un momento de descuido o de ira? O tal vez te has dicho a ti mismo(a) luego de una conversación: ¡ah! Deli haber dicho “tal cosa”… Esto sucede más veces de las que nos gustaría y es sencillamente porque hay una desconexión entre lo que decimos y sentimos, porque queremos pensar solo con la cabeza y ser tremendamente racionales, o solo con el corazón y convertirnos en extremadamente emocionales (que puede ser desde amoroso hasta iracundo). Sin embargo, aunque es lo que queremos, no lo hacemos y terminamos moviendo nuestras ideas de un lado a otro sin sentido, escudando nuestro punto de vista desde nuestra perspectiva como si fuésemos dueños de la verdad absoluta, y/o atacando como fieras buscando la mejor manera de herir en medio de un altercado a nuestra contraparte, no para hacernos entender, solo para herir y sentir que a través de una victoria mantenemos el control de la situación.

Somos realmente conscientes de lo que decimos, de la palabras que usamos para expresar nuestras emociones, nuestra ideas, nuestros desacuerdos, cuando somos capaces de entender que lo realmente importante, valioso y relevante es dar a conocer con la mayor claridad posible nuestro punto de vista frente al tema que se está tratando, sin miedo a ser juzgados (para no quedarnos callados), pero a la vez sin tratar de imponer aquello que sentimos o pensamos sobre los demás.

Y esto es tremendamente importante porque normalmente quienes nos escuchan con más atención, en quienes tienen mayor eco nuestras palabras, son aquellas personas a quienes (por falta de atención sobre lo que decimos) más lastimamos: nuestros seres queridos.

Cuando una persona le dice a su pareja que lo que hace no sirve de nada, o no va a funcionar, no le está ayudando, la está limitando; cuando alguno de los padres le dice a su hijo que tiene que crecer y madurar, lo está condenando; cuando un jefe le dice a su empleado que le paga por hacer ­–y no por pensar– está coartando su creatividad.

Cuando eres tú quien escucha todas esas cosas –y tal vez más– tienes la opción de entender que lo que escuchas no es una verdad absoluta, sino la voz de alguien que habla normalmente desde su ira, miedo, frustración, ansiedad o incluso desde su concepción de amor sobreprotector. Tienes la opción de tratar de entender cuál mensaje que está tras esas emociones se esconde y establecer un mejor canal de comunicación, o simplemente ignorar todo aquello que te hace daño.

Y cuando eres tú quien dice todas esas cosas, recuerda siempre tener cuidado con todo lo que dices porque se puede devolver como un látigo, que tal vez creas que puedes vivir sin pensar, pero luego de un tiempo te darás cuenta de que eso no fue vida, recuerda que tus palabras tienen siempre gran poder para otros y para ti, y que muchas personas llegan a ser muy interesantes cuando no hablan.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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