Las palabras tienen el poder de cambiar el mundo y la pluma es más fuerte que la espada, afirmaba mi maestra de los primeros años escolares. Se llamaba Lucy Barros. Yo tendría nueve años, quizá diez, y solía escucharla con atención. No recuerdo haber leído por entonces más allá de un par de novelitas vaqueras de Estefanía que José, mi hermano mayor, conservaba en una repisa de su cuarto. Me acerqué a ellas por curiosidad. En esos relatos del Salvaje Oeste no había espadas ni plumas, sino revólveres y rifles. El que mejor disparara imponía la ley y los demás lo miraban con el rabillo del ojo, o por encima del hombro, con temor o respeto. Por eso, no entendía de qué manera las palabras podían cambiar el mundo y en qué sentido una insignificante pluma de ganso podría ser más fuerte que una hoja de acero con doble filo.
Solo cuando nos habló de un señor indio que hizo una revolución teniendo como única arma la palabra, empecé a comprender algo, pero no lo suficiente para asimilar la vileza de su asesinato ni las razones del mismo. No entendí por qué lo mataron si el señor buscaba el bien común a costa del suyo propio. No entendí que la nobleza tuviera sus contradictores y que nadar contra la corriente fuera un acto revolucionario. Claro, con el paso de los años comprendí que ser noble podía ser malo en una sociedad donde la defensa de los valores hegemónicos es un mérito y ser liberal es visto como un pacto con el demonio. Entendí que ese ostracismo ideológico era la suma de todos los temores, de todos los miedos que puede producirnos caminar en un terreno desconocido, un temor con el poder de alimentar una guerra, de sacrificar vidas, de desaparecer poblaciones enteras, ciudades completas, culturas milenarias. Y todo para mantener vivas unas creencias, un estatus, un pequeño reino de poder.
Hoy, lo confieso, estoy menos seguro de que las palabras puedan cambiar el mundo y que la pluma sea más poderosa que la espada. Las palabras, hay que entenderlo, son solo metáforas de la realidad. Y las metáforas nos sirven únicamente para simplificar la complejidad del mundo, para darle un poco de sentido, no para cambiarlo. Un amigo decía la otra vez que intentar detener la evolución del lenguaje era como querer aguantar una bala de fusil con una hoja de papel. Es imposible. Si es cierto que las palabras nombran objetos, animales o cosas, como decía la maestra, también lo es el hecho de que hay cierto grado de arbitrariedad en ese acto de nombrar. No hay nada en la morfología de una palabra que indique, más allá de la convención, para qué sirve. Pero las palabras, hay que aclararlo, pueden ser más útiles para ocultar lo que se piensa que para expresarlo. De ahí que el lenguaje, sea por antonomasia, ideológico. Hay una sutileza profunda, pero eficaz, de decir sin decir, de ser racista sin parecerlo, de ser clasista haciendo referencia a las causas populares. Lo vemos a través de los medios de comunicaciones, del discurso de algunos artistas que hacen referencia a “la madre Tierra”, a la necesidad de proteger el medio ambiente, pero que mantienen vínculos de amistad, o intereses particulares, con aquellos poderosos que propician la contaminación de las fuentes hídricas, que destruyen cientos de hectáreas de bosques para criar ganado, que promocionan “el fracking responsable” y luego le hablan al país de la responsabilidad de salvar al planeta.
Lo vemos en las afirmaciones de algunos políticos que defienden la educación como el único proceso capaz de salvar a Colombia y a las nuevas generaciones de ciudadanos de la pobreza, pero que carecen de escrúpulos a la hora de hundir en el Congreso de la República un proyecto de ley con el que se buscaba la gratuidad en la matrícula de los estudiantes de las universidades públicas. Lo observamos en el discurso de un presidente que le dice a la comunidad internacional ser respetuoso de los DD.HH., pero que no tiene ningún inconveniente en firmar un decreto que autoriza a la Fuerza Pública disparar contra los jóvenes que protestan en las calles porque sus derechos han sido vulnerados desde el poder. Lo percibimos en las palabras de una clase política que ante las cámaras de los noticieros asegura que la extracción de petróleo mediante el proceso de “fracking” envenena el agua y esteriliza la tierra, pero que hicieron todo lo que estuvo a su alcance para evitar darle luz verde a un trámite que buscaba, precisamente, detener el desastre ecológico.
“Las tragedias familiares”, “las manzanas podridas”, “los no heterosexuales” o la “tercera edad” son construcciones lexicales que buscan decir sin decir. Que tienen como objetivo restarle peso semántico a eso que está más allá de lo estrictamente discursivo, de superponer una imagen menos grotesca sobre una profundamente negativa. Es disfrazar la condición del sujeto para no enfatizar en el contenido, sino en la expresión. Lo vemos cuando políticos, periodistas y maestros hacen referencia al “trabajo sexual” y no a la “prostitución”, cuando se habla de “habitante de calle” y no de “pobreza extrema” o “mendicidad”, cuando se dice “falsos positivos” y no “asesinatos selectivos de jóvenes” a manos del Ejército.
Los eventos solo pueden ser representados a través del discurso, y todo discurso está estructurado por un texto que puede estar compuesto de palabras, y las palabras son los elementos lexicales que buscan darle sentido a la realidad, y la realidad puede ser metamorfoseada. Esta, sin duda, encierra también su grado de subjetividad, y la subjetividad está directamente relacionada con el lugar que el individuo ocupa en esa imaginada pirámide social y sus condiciones de vida y de experiencia. Cuando el expresidente y exsenador de la República Álvaro Uribe Vélez trina sobre “las masacres”, pero además le agrega el adjetivo “sociales”, no solo busca justificar un hecho condenable desde cualquier punto de vista, sino también darle connotaciones de justicia porque proviene de “una autoridad firme y sensata”, “con criterio social”. De manera que los asesinatos llevados a cabo por la “autoridad” representada por la Fuerza Pública, no deben ser considerados asesinatos, pues el Estado no asesina, sino que imparte justicia.
Joaquín Robles Zabala
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(*) Magíster en comunicación.