Terrible mal de estos tiempos es el del odio gratuito. Ese que la humanidad prodiga a manos llenas en cualquier escenario. Aquel en que todos, admitámoslo, hemos incurrido alguna vez y que, de eso no hay duda, nos convendría erradicar. El que cunde en las redes y al que nadie es inmune, ni como foco ni como vector. El contagioso. El democrático. El inevadible. El mismísimo que de tanto experimentarlo en alma propia y ajena a veces pareciera atado a nuestra biología, como una maldición. O como un pésimamente entendido sentido de la autodefensa, que acaba por autodestruir.
Odio gratuito hay por ‘doquiera’, de muchísimas modalidades y con variadas gamas de pretextos y presentaciones. Odio gratuito es el del vegano que propone linchar al omnívoro, e incluso al vegetariano, sin que medien consideraciones ni opción de conciliar; el del rubio que abomina al moreno —y viceversa—; el del rojo que detesta al azul por el imperdonable hecho de la disonancia cromática; el del rockero que odia al reggaetonero; y el de aquel que, sumido en las bajezas del preconcepto repudia a determinada colectividad conforme al lugar donde nacieron, la lengua que hablen o de cuánto dinero tengan o no tengan, porque así lo aprendieron. También el del cazador voluntario de tropiezos ajenos para ser el primero el pedir al apedreamiento al equivocado.
Por triste que suene, la cultura del odio gratuito —que la verdad, si miramos cifras, tiene más de industria que de cultura— constituye un renglón de la economía en permanente ‘crescendo’. Si no me creen, preguntémosles a los ‘polarizadores’ de profesión, expertos en la creación y el perfeccionamiento de estrategias algorítmicas para ver a la chusma ‘agarrándose’ mientras que los dueños de la multinacional transmedia miran el circo y se enriquecen todavía más a punta de ‘likes’, de ‘unlikes’ y de todas esas otras cosas diseñadas a la medida de nuestro deseo nato de sentirnos menos infames y menos cretinos que el resto de nuestros semejantes. Eso es algo que entienden los asesores de imagen de políticos y los reclutadores de ‘bots’, ‘influencers’ y demás androides de la contemporaneidad.
El odio gratuito da al amable por lambón y al tosco y belicoso por héroe. Su mejor aliado es quizá, el prejuicio, que en cualquier caso siempre funcionará como un atajo a la razón, aflorará entre los más idiotas y nos ahorrará la jartera de pensar. Lo profesan y diseminan ciertos megalómanos con ínfulas de líderes y de mesías que hacen de la ignorancia ajena el mayor de sus capitales políticos.
Con los años, de irlo padeciendo y profesando con extrema regularidad, uno termina por deducir que el odio gratuito tiene en un alto porcentaje de los casos su origen en la manera como el ‘detestador’ de oficio se proyecta y en aquellas grietas espirituales casi siempre invisible, aunque omnipresente en la estructura del alma. Quien se abandona a las lides del odio ve en el prójimo a un enemigo, a un potencial estafador o, cuanto menos, a alguien poco digno de fiar. Triste aquello de heredar o comprar fastidios conforme al repertorio personal de frustraciones. Lamentable eso de hacer del odio nuestra pulsión predilecta. Pero, sobre todo, inadmisible aunque frecuente ver a media especie revolcándose en tan perniciosa escuela de conducta y pensamiento.