Muchos nos debatimos entre alinearnos como ateos o como creyentes. Los teólogos acostumbran denominarnos ‘agnósticos’, forma sofisticada de llamar a quienes se declaran incapaces de certificar la existencia de algún dios, aunque a la vez tampoco alcancen a sentirse facultados para desmentirla.
Con todos los matices y vertientes que ambas posturas involucran, las dos merecen admiración. La primera debido a esa capacidad, nada desestimable, de profesar fe por aquello que no puede ser visto ni tocado y por los designios de una tercera fuerza, en teoría más poderosa que nosotros. La segunda, debido a aquella valentía de admitirse desamparados y a expensas de la vulnerabilidad y del escepticismo propios.
Es común preguntarse si en caso de existir tal deidad —o tales deidades, en plural, para abandonar la imposición del monoteísmo judeocristiano— tienen interés o incidencia en asuntos terrenales, si son misericordiosas o autoritarias, si constituimos un divertimento para ellas, si están interesadas en oírnos e, incluso, si ostentan tanto poder como el que les atribuimos. Habrá quienes me remitan al Santo Tribunal por escribirlo, pero encuentro en el politeísmo un vehículo saludable para democratizar el asunto. De ahí que tantos disfruten en mayor grado de la mitología grecorromana o de los Superamigos que de los evangelios, pues los dos primeros ofrecen la opción de un aliado para cada gusto, a lo ‘personal Jesus’ y sin contratos de exclusividad.
Los indecisos vivimos a bandazos. Cuando el destino es benigno con nosotros y los nuestros, suponemos que alguien invisible nos respalda. Pero si la pésima fortuna decide tocarnos, nuestra relación con toda forma de divinidad tambalea o, muy por el contrario, nos tornamos rezanderos y piadosos. En lo personal, coquetearle al ateísmo me dispara cierto pánico a sentirme más solo de lo que ya me siento. La idea —no sabemos si ficticia— de uno o de varios dioses cuidándonos, aplaca esas tribulaciones. En secreto mantenemos la esperanza, quizá debida a cuánto nos cuesta resignarnos a la inexorabilidad del marchitamiento de la desaparición. Paradójicamente, nuestra biología y el afán instintivo por evitar morirnos nos inducen a hacerle berrinches a la naturaleza y a combatir lo inevitable. Quizá, en efecto, lo más cercano a ese Dios que imaginamos sea la naturaleza misma.
El dios que me enseñaron a adorar se llama Jehová (o YHWH). Me dijeron que prometía juventud eterna en un paraíso rebosante de leones amigables y de víboras dóciles. Dicha certeza me mantuvo durante años anestesiado ante cualquier temor a fallecer, dada la certidumbre de una resurrección segura. Pero un día, por razones largas de explicar, ese dios se me esfumó y ya ni me molesto en hablarle.
Observo el cielo —los arquetipos impuestos en mi formación hacen de ese el escenario desde donde imagino que el ser en cuestión rige— e intento consolarme pensando que hay un orden inteligente y justo detrás de cuanto existe. Que tenemos un propósito en la vida más allá del imperativo evolutivo de replicar los genes o de cualquier otra vanidad o romanticismo. Luego contemplo el padecimiento de innumerables criaturas vivas e inocentes que a mi parecer no lo merecerían y mi deseo de creer se apaga. Entonces me remito al karma, sin convencerme por completo. Sigo pensándolo un rato más hasta que, estoico, me admito como lo que soy. A veces creyente. A veces descreyente. Hasta el otro martes.