Impera en Colombia un modelo ideológico cuya esencia privilegia la trampa y desacredita al inocente. Una suerte de creencia popular insertada en el comportamiento, las convicciones y los hábitos automáticos de muchos conciudadanos contaminados por un concepto retorcido de la ética. Una retórica fundamentada en la celebración del ‘avispamiento’, la exaltación del clásico ‘avivato’ como figura pintoresca e incluso heroica y en la consecuente degradación a quienes por principio se rehúsen a insertarse dentro de aquel sistema edificado a partir del timo.
Como toda infamia “que se respete”, la que hoy nos ocupa tiene sus defensores. También sus mantras, refranes, lemas y slogans. Hablamos, por ejemplo, de los archiconocidos y ordinarísimos “dar papaya”, “le vieron la cara” y “¿quién lo manda?”, terna de reproches coloquiales que, como maldiciones, transforman a toda víctima en responsable y gestor de la desdicha propia, y a todo victimario en genio. Los casos sobreabundan: si alguien resulta ultrajado a manos de la delincuencia, ello suele tener por primera y casi única causa la ligereza de haber “dado papaya”. Si una mujer ataviada de determinada manera termina abusada, nunca faltará el inculpatorio “eso sí… ¡quién la manda!”.
Consideremos algunas de las reglas de oro admitidas como credos por muchos… “No se sabe quién es más idiota: si aquel que presta un libro o aquel que lo regresa”, es sólo una más entre las muchas creencias que evidencian un trastocamiento implícito, en tanto sitúan la generosidad y la confianza en el mismo plano del hurto y la ausencia de palabra. Ello para no sumar algunos derivados malsonantes del tipo “a papaya ‘ponida’, papaya partida” o el musicalísimo “el vivo vive del bobo”.
Lo cierto es que las implicaciones de dichos imperativos en nuestro repertorio de comportamientos cotidianos exceden por mucho lo anecdótico o lo folclórico. Bien recordarán algunos la sentencia proferida por la abogada Luz Stella Boada y rubricada por quien hoy es candidato a la Alcaldía de Bogotá en lo concerniente al horrendo crimen de Rosa Elvira Cely. Un intertítulo remarcaba una paradójica “culpa de la víctima”, recordaba que los dos asesinos eran reconocidos ‘malosos’ y proseguía: “Si Rosa Elvira Cely no hubiera salido con los dos compañeros de estudio después de terminar sus clases en horas de la noche, hoy no estuviéramos lamentando su muerte”. Eso dijo la desenfocada jurista, sin duda una ‘papayóloga’ calificada.
Algo semejante aconteció no hará un año cuando Juan José González, secretario del Interior en Córdoba, de forma quizá bienintencionada aunque muy, muy, torpe, invitó a los líderes sociales de su departamento a no “dar papaya”, dada la ineptitud estatal a la hora de salvaguardar la integridad del individuo. Probablemente en casos como el anterior podamos rastrear el origen de tal cultura. En una institucionalidad blanda, si no inexistente. En una ciudadanía desengañada y convencida de que el Estado es un enemigo y un perseguidor antes que un aliado en quién depositar nuestras escasas reservas de confianza.
Consideraciones como las aquí planteadas suscitan más interrogantes que respuestas. ¿Existirá medio alguno capaz de extirparle semejante lastre al ADN nacional? ¿Cómo no repetirnos en aquellas preconcepciones que hoy nos han rezagado al descreimiento como premisa? ¿Será posible que algún día el país entero supere esta primitiva “edad de la papaya”? Hasta el otro martes.