No hace falta contarles lo del domingo. ¿O sí? Una pareja gay de hombres, quienes al parecer se paseaban abrazados dentro del centro comercial Andino, resultó violentada por cierto caballero energúmeno, indignado con aquel espectáculo al que, según expresó ‘voseando fuerte’, estaban sometiendo a sus hijos. Los desinformados pueden remitirse a YouTube.
“¡Un animal como vos viendo niños mientras que te tocás con tu novia!”, le reprochaba a uno de ellos el individuo aquel, enfatizando su indisposición con manotazos frenéticos. Los dos agredidos aseguraban no haber hecho más que lo arriba estipulado: abrazarse. Al final del video, una dama secundaba la furia con un muy ofendido: “¿por qué van en contra de nuestros niños?”. La escena terminó conforme a la usanza local: la pareja absurdamente multada por la Policía y la pieza filmográfica correspondiente viralizada.
Sin descartar, sino más bien obviando la facilista teoría de la homosexualidad reprimida, mi candidez suele preguntarse con frecuencia en dónde se originará eso a lo que muchos llaman ‘homofobia’. Para comenzar, expliquémonos: si bien dicho término y su etimología me resultan discutibles (‘fobia’ suena más a un terror injustificado que a una aversión y ‘homo’ a ‘igual’), dentro del presente contexto llamaremos así a ese ímpetu conducente a profesar repudio por aquellos ‘no heterosexuales’.
¿Se fundamentará tal práctica en un afán desesperado por sentirse más facultados en términos morales que los otros? ¿Provendrá, tal vez, de algún pánico intenso a todo cuanto exceda los confines del horizonte propio de prejuicios? ¿Serán obsesiones personales con descalificar comportamientos ajenos? ¿O de pronto un mal entendido sentido de la religiosidad o del cristianismo, en tanto Jesús nunca hizo pronunciamiento en pro o contra la homosexualidad? ¿Será, acaso, una enorme desdicha personal o un apasionado fastidio por la alegría ajena?
El interrogante no deja de rondarme, aún sin dar con una hipótesis cuya contundencia la privilegie por encima de las demás. A continuación, mi modesta teoría y la razón de mi inquietud: tiendo a pensar que la bien o mal llamada ‘homofobia’ es más el síntoma de un problema que el problema mismo. ¿Será la ruindad humana, propensa a buscar enemigos y antagonismos en donde no existen? ¿Se tratará de un deseo de alinearse como agente voluntario al servicio de una idea personal de justicia divina?
Ante tales indagaciones, siempre me tropiezo con argumentos de toda índole: sensatos, escandalizados, morbosos, moderados, fanáticos, conciliadores, etimológicos, sociológicos, con pretensiones jocosas y demás. Me cuestiono, de todas maneras, si Colombia avanza o retrocede. De haber ocurrido eso mismo dentro de Unicentro en 1989, con seguridad la ira contra los ‘abrazones’ habría sido unánime y el respaldo oficial contundente.
Así es: mi generación también creció en un mundo donde mofarse de ‘las locas’ era gracioso y en el que ser vegetariano, antitaurino, animalista o bailarín de ballet ya era lo mismo que ser extraterrestre. Con todo y ello… ¿no resultaría quizá más provechoso legarles a los jóvenes una herencia de inclusión y respeto antes que una de discriminación y violencia contra minorías?
Me quedo, pues, y como es usual, con más inquietudes que respuestas y sin ninguna revelación que se vislumbre en el camino. De todas maneras, el cuestionamiento permanecerá flotando, como una perturbación sobre mi inconsciente: ¿los homofóbicos nacerán o se harán? Hasta el otro martes.