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Razones para no usar reloj

A nada temo más que al tiempo: ese que todo lo borra, ese que todo lo olvida, ese que a nadie respeta. Ese que a su antojo desfigura cuanto encuentra. El inexorable. El inquebrantable. El inclaudicable. El que no sabe de abdicaciones ni prebendas. El que no concede prórrogas. Aquel experto en derrumbar de un soplo y sin que medien consideraciones lo que se oponga a su avance. El cretino ese que tramita nuestra sentencia definitiva sin siquiera invitarnos a estar presentes para presenciar la ejecución, igualitaria y predecible, como nada más en el universo.

No conozco nada tan digno de mis pánicos como la arena que se desgrana desde un cronómetro de cristal, para luego agotarse, precipitándose inasible entre nuestros dedos. Nada tan angustiante como el agobio del segundero, clavándose de a pocos en la conciencia, cual aguja hipodérmica. Nada tan aturdidor como este péndulo centenario que aquí, justo a mi derecha y a martillazos, nos viene recordando hace más de un siglo a mí y a mis ancestros el plazo en tránsito de vencerse, las oportunidades disponibles, lo que resta para la próxima quincena o las horas que quedan antes de entregar esta columna…

Casi ni tolero ver a las siemprevivas marchitándose. Contemplar a los inmortales muriéndose. Corroborar lo perecedero de la eternidad. Jamás he padecido miedo igual a aquel que el calendario… hoja a hoja, fecha a fecha, se obstina en inspirarme, cada vez que amanece, como una inculpación luminosa. Como un préstamo que se paga a tasa de usura y que habrá de terminar en embargo y despojo absoluto. Aún me suenan dentro las preguntas que en cada viaje largo solía hacerme, de niño: ¿qué hora es? ¿cuánto falta? ¡estoy cansado!

¡Para el tiempo no hay berrinche ni reclamo que valgan! “Dale tiempo al tiempo. Dale comida a la comida. Dale muerte a la muerte”. Como si el soberano innombrable necesitara de sí para autoabastecerse. Como si el cronófago, además de cronófago, fuera caníbal. Me aterra la implacable circularidad detrás de cada cosa. El eco de algunas voces calladas. Los años, que no advierten. Porque al fin del balance nada es mucho más que un inventario de nostalgias condenadas a extinguirse, una vez sus cultores perezcan con ellas. Como las vacaciones que se acaban. Como el digiturno supremo: “El siguiente, por favor”.

Y por eso temo tanto… A los segundos, que con imperceptible pincel van delineándonos arrugas en el espíritu, de esas que ni el mejor de los cosméticos sabe disimular. A la vieja fotografía, que como broma cruel se empeña en reconstruir, para nuestro desconsuelo, el instante perdido que fue, pero que ya no es ni será.

De ahí que no entienda a quienes se fascinan estrangulando sus horas con un reloj de pulso o de pared como confidente o emblema de elegancia. A quienes se deleitan o rigen sus días viendo cada micronésima de vida extinguirse, como en aquel videojuego que a cambio de cada nuevo intento nos arrebata opciones de equivocarnos. O a los que, valientes, duermen del lado izquierdo y se arrullan oyéndose el corazón… ese otro cronógrafo natural que a compases arrítmicos nos pregunta qué será de nosotros cuando un día se descomponga. Hasta el otro tiempo. O, mejor… hasta el otro martes.

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