Fue un abrazo en el que todos quisimos estar, un abrazo que todos quisimos dar. Bueno, de corazón todos, sin importar la camiseta, sentimos lo mismo: que éramos parte de ese momento tan místico, tan amoroso, tan respetuoso y tan generoso que se vio el viernes en la noche en el estadio El Campín.
Los jugadores de Millonarios se lanzaron sobre ellos a darles una voz de aliento, a decirles que no, que no estarán solos y que ellos son parte de nosotros. Que un gol puede servir como excusa para llevar algo más grande, algo más poderoso que es el amor y el apoyo. Los policías que aguardaban en el borde de la cancha, ahí agazapados en la escalera de occidental también extendieron sus brazos y se fundieron con Matías de Los Santos, con Jhon Duque, con Luis Payares, con Felipe Jaramillo, con David Macalister Silva y de paso con todos los que desde el jueves no dejamos de sufrir por cuenta de un país que a veces se esmera en eso de acariciarnos con trozos de lija. Porque la llaga está abierta desde hace siglos y cuando pensamos que va a haber un respiro, ocurre algo que de nuevo nos deja con la carne viva, adolorida y con el alma sumando una nueva marca más; el alma es el único intangible en el que las cicatrices se pueden tocar.
Y cada día son más las huellas de la violencia que se incluyen en nuestro interior. Y habiendo una cicatriz nueva, ella nos lleva a recordar el porqué de la cicatriz anterior y así con la anterior, y la anterior y la anterior, en una especie de ciclo interminable. Es el instante en el que nos damos cuenta de que la violencia nos ha plagado de tajos profundos que difícilmente cierran porque han sido hechos con tanta saña, con tanta rabia…
En ese lapso en el que la tragedia nos hace presos de la resignación y de la melancolía por cuenta de esos golpes que la vida nos propina, en ese momento en el que las fuerzas se agotan porque para cualquier mente racional es inconcebible un ataque organizado por quién sabe qué mente desequilibrada que decide llevarse a 21 personas que tenían sus propios sueños –entre ellos el de proteger un país que a veces pide mucho más de lo que da–, una caricia, una palmada en la espalda sirven para sentirse aliviado y además para sanar: el cariño es el único invento que es capaz de paliar esa clase de dolores.
Por eso todos quisimos estar en aquel estrujón cariñoso de viernes en la noche entre futbolistas y policías sin importar camiseta. Porque –y volvemos a eso de invocar los tatuajes de la desgracia– un día después del espantoso atentado contra la Escuela de Cadetes de la Policía General Santander recordamos que 30 años atrás había ocurrido el horror de La Rochela, entonces no existía espacio para sentirse optimista o feliz.
Hasta que apareció aquel abrazo.