“Noto que hoy en día la gente estructura su vida en función de la queja”, esta afirmación es de don Rafael, un taxista de Medellín de unos 68 años con el que entablé una conversación mientras me hacía una carrera. Dicen que los taxistas son los termómetros de una ciudad, mal que bien, podría decirse que es lo primero que uno recibe al llegar a algún lado y son ellos quienes, de nuevo para bien o para mal, “huelen” los estados de la calle durante su trabajo. Y sí, don Rafael me dejó pensando con esa afirmación y creo que es así, estamos como un trompo que gira y gira al son de la quejadera.
La queja es buena en sus justas proporciones. Es esa voz sin voz que tenemos como ciudadanos para hacer valer nuestros derechos, nuestra dignidad y hasta nuestra razón de ser. Pero todo extremo es nocivo y como bien me lo dijo el señor taxista, la cosa ya es endémica.
Es que miremos esto desde el punto de vista de que antes las cosas eran muchos más duras y la gente no vivía bajo la premisa de la queja. Sí, de acuerdo, antes no había redes, no existían tantas opciones para regar el lamento constante por todo, pero la verdad es que ahora tenemos la quejadera debajo del brazo. El estar renegando por cualquier detalle se convirtió en el pan de cada día, la migaja de cada hora, el ingrediente de cada minuto y el balbuceo de cada respiro.
Si hace frío que por qué no hace calor; si hace calor, que qué infierno y que llegue el frío. Si no hay metro, que por qué no lo han construido, y los que lo tienen y lo han disfrutado por dos décadas, reniegan que por qué se les daña tanto y que eso ya no sirve.
Que este es un mamerto, castrochavista, comunista, por decir que le gusta la izquierda o piensa que hay que defender ciertas libertades. Mientras el otro pasa a ser “paraco” por insinuar que tiene miedo de que esto se vuelva otra Venezuela. Unos contra otros, todos contra todos al son de la queja y del inconformismo. Huérfano queda el respeto por el otro, el tomarse el tiempo por entender otra posición, opción o diferencia.
Y ni hablar del fútbol. Unos sustentan la razón de ser de su ‘hinchismo’, de su equipo o de la historia del mismo, en renegar de otros equipos. Si pierden es porque les robaron, si empatan es porque algo sospechoso ocurrió, si el otro gana o es campeón es porque se gestó una conspiración turbia y oscura desde alguna organización o equipo para que eso ocurriera. ¡Incluso se quejan cuando ganan un título!
Todo es un robo y lo gritan a los cuatro vientos o redes: “¡Es un robo!”, sin ton ni son, sin anestesia; las pruebas, las consecuencias, los argumentos están en la fase de ausencia total. Queja por la queja que muta a lloradera eterna.
Y hay otros, los que no se quejan de lo de los demás, sino que son “magíster en la universidad de la nada” en acabar con lo propio. No les sirve nunca su equipo, lo acaban, lo despotrican, solo buscan la caída para vanagloriar su ego y su verdad. Su ciudad no les sirve, su familia no les sirve, nada les sirve, cuando lo que no sirve son ellos mismos.
Queja va, queja viene. Un simple “¡hola!” es respondido con un lamento. Así, sin más ni más, acaban con el día del más optimista del reino del optimismo. Y sí, somos ese manojo de quejas que nos va mermando la vida y que hacen que uno escriba este texto quejándose también y cayendo en lo mismo…