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¿Dónde vive Garzón?

Veo poca televisión. Pero, contrario a las mayorías, Garzón Vive me enganchó. Desde su estreno, dicha serie ha sido objeto de juicios contradictorios. Pero sobre todo de una acogida más propia del Noticiero del Senado que de la pretendida superproducción en cuyo éxito parecían cimentadas las esperanzas del desacreditado canal que la emite.

De un lado están los reclamos ante un producto tan paradójicamente ajeno al discurso que la televisora en cuestión editorializa a gritos. También las discrepancias de allegados al ‘retratado’, quienes denuncian una historia, un entorno y unos personajes distorsionados. Los entiendo: nadie gustaría de ver a los suyos mal representados ni a su pasado familiar reducido a un melodrama sin rigor. El flanco de opositores lo lidera la propia Marisol Garzón, hermana del mártir y contradictora del proyecto desde su preproducción, quien ya anunció su deseo de demandar a RCN. A su voz se ha sumado la de su hermano Alfredo, quien pese a haber avalado aquella iniciativa, hoy se declara arrepentido.

El magnicidio de Jaime Hernando Garzón Forero sigue siendo una incógnita fresca en la memoria de Colombia que quizá no admita ligerezas ni licencias creativas. La perspectiva de verla resuelta según la imaginación del guionista puede resultar ofensiva e incluso contraproducente para los que exigen justicia. Aun así, yo me enlisto con las minorías. Con los pocos que al sintonizar Garzón Vive en su debut ayudaron a marcarle aquel 6,83% de rating con el que terminó situada un renglón por debajo de la alocución del presidente en las marcaciones.

Lo han dicho desde Omar Rincón hasta la ‘Negra Candela’. El problema de Garzón Vive es la marca que lo arropa. Para muchos —incluido el ‘arriba firmante’—, las siglas RCN evocan guerrerismo, uribismo, derechismo y otro montón de ‘ismos’ y de sesgos impopulares entre la gente pensante. A ello se suma el vínculo de tal empresa con figuras para algunos repelentes del tipo Jota Mario, Luis Carlos y Carlos Antonio Vélez y Claudia Gurisatti.

Si me permito disfrutarla sin culpas es porque de entrada descarto su historicidad y porque no juzgo el producto por el envase que lo contiene. Para mí está claro que don Tobías, supuesto padre de Garzón —que ni siquiera se llamaba Tobías, sino Félix— no era el borracho mujeriego a quien están pintando. Pero aun así me permito admirar el trabajo de maestros actores como Carlos Hurtado, Margalida Castro, Germán Escallón o del mismísimo Santiago Alarcón, cuya caracterización del personaje impresiona. Incluso, alcanzo a entusiasmarme con el guion efectista y con el talante pacifista del Jaime que allí retratan.

El tema trasciende las fronteras del gusto personal y deja preguntas: ¿habremos llegado a la soñada era en que el público televidente puede oponerse a los dictámenes de dos colosos, como lo son el grupo Ardila Lülle y RCN, e incluso amenazar su continuidad al aire? Dudo que así sea, pero dicen que por esos lados ya andan contemplando apagar e irse. ¿Nos estaremos cansando al fin de las manoseadas biotelenovelas? ¿Hasta qué grado el rótulo de ficción libera de su compromiso con la verdad a quienes pretenden re-crear una figura pública del talante del ‘aquí representado’? ¿Creeremos más en teledramatizados que en jueces, periodistas o historiadores? O todavía mejor… ¿se habría imaginado en vida Garzón que a estas horas continuaría poniéndonos a reflexionar? Hasta el otro martes.

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