Cuando habían pasado años de espera sin posibilidad de ganar nada, en momentos en los que la 10 de Millonarios se las ponían herejes tipo Jesús Di Filippe o Juan Cruz Real, en tiempos en los que una rabona de un decadente Albeiro Usuriaga era capaz de devolvernos con una sonrisa a la casa, así el equipo empatara en El Campín frente al Quindío, cuando la tanqueta era el bus del equipo en domingos de ira, uno pensaba qué hacer si en la temporada siguiente el Millonarios que tanto padecimiento nos hacía pasar se coronaba campeón. Y en Santa Fe la escena era similar: mis amigos cardenales también especulaban sobre cómo sería su celebración mientras salían iracundos por ver con la camiseta de su equipo a tipos como Musladini y Penayo.
Entonces, las conjeturas sobre lo que sería un muy probable desmadre abundaban: uno se imaginaba cantando feliz, abrazándose con desconocidos y luego de eso, tomando rumbo hacia el bar más cercano para beber trago hasta el límite del vómito. Porque sí, porque la dicha merecía cualquier clase de extralimitación y porque las emociones estaban hace mucho tiempo estancadas en una represa que necesitaba romperse por salud mental.
Uno decía que no lo esperaran en la casa como en aquél mantra inicial que William Vinasco Ch. recitaba antes de comenzar cada partido de fútbol en el que él estuviera transmitiendo. Porque la cosa no solamente sería ir a beber: la cosa enmarcaría todos los excesos posibles; irse de fiesta para no volver en tres días, por lo menos. Ir haciendo los trámites suficientes como para que en el trabajo no existiera ningún inconveniente en torno al ‘faltazo’ por cuenta de la celebración. Tal vez una licencia no remunerada o pedir vacaciones anticipadas y así no jugar con la lonchera.
En mi caso personal, recuerdo bien qué hice después de sentirme campeón en el 2012. Luego de una extenuante transmisión nos fuimos con Antonio Casale a McDonald’s a comer algo y después yo recogí mi carro en su casa. Destapamos dos cervezas y cada quién se fue a lo suyo, casi sin hablarnos por cuenta de la emoción y del cansancio. No hubo excesos, no hubo foto portada en prensa nacional de uno tirado en un andén como si fuera un año viejo. Al otro día había que trabajar y que empezar a pensar en ganar de nuevo. Punto.
Y con los santafereños que conozco la sensación era igual: prometíamos mucho de irnos al carajo y al llegar la mañana del lunes nos veíamos ahí, en la puerta del ascensor, a la hora de entrada del trabajo. Porque si hay algo que tiene el triunfo y que lo hace muy noble es que hay que perseguirlo todos los días, incluso, el día después de ser campeón. Y la derrota no se excluye de ese mismo escenario porque después de perder no hay tiempo de llorar. Al contrario: al otro día hay que empezar a pensar en cómo reparar el alma herida.
Felicidades al campeón. Y al perdedor, gran hidalguía, porque cayó en una de las finales más parejas de todos los tiempos en cuanto a paridad de fuerzas entre clubes.