Cuando alguien muere, generalmente nos quedan ciertos vacíos dentro del corazón que nunca más podrán ser cubiertos, porque aquel que tenía las respuestas que necesitábamos, aquel que estaba encargado de sacarnos del limbo mental por culpa de muchas incertidumbres que generó, cumplió su ciclo en la tierra y se tuvo que ir.
Una psicóloga me decía alguna vez que lo primero que a uno se le empieza a olvidar de la persona que se ha muerto es el tono de la voz. La imagen sigue presente en la mente, pero a partir de la ausencia se empieza a refundir el timbre, el tono, la risa, hasta la manera de toser del que se fue. Cómo me hubiera gustado poder recordar el tono de voz del árbitro chileno Hernán Silva. De hecho, estoy acudiendo a mi memoria y creo que jamás lo oí hablar. Me es imposible saber cómo se expresaba.
Y es cuando uno empieza a pensar en que Silva jamás habló del partido Millonarios-Nacional, válido por los cuartos de final de la Copa Libertadores de 1989. Nunca lanzó una declaración al respecto de lo que resultó ser su actuación más negra vistiendo de ídem. Silva se quedó callado en torno a sus fallos esa noche. A esa pena máxima clarísima que Luis Carlos Perea le cometió a Arnoldo Iguarán en momentos en los que Millonarios ya había igualado la serie por aquel tanto de Carlos Enrique ‘Gambeta’ Estrada, que equilibraba las cargas del gol que en el juego de ida le anotó Albeiro Usuriaga por entre las piernas a Sergio Goycochea. Mucho menos contó qué fue lo que le pasó por su cabeza cuando prefirió omitir la temeraria barrida de René Higuita sobre el mismo Iguarán. Fueron dos penas máximas de esas que da risa no cobrar. Y si algo caracterizaba a Silva, era su carencia de sonrisa. En mi mente están todavía las manos en la cabeza de Wilman Conde, la ira de Mario Vanemerak, la impotencia de Óscar Juárez y hasta el aliento que escupía Eduardo Pimentel sobre la cara de ese réferi inmutable y peinado con gomina que simplemente caminaba soberbio y ampuloso sin ganas de tolerar un solo reclamo.
De hecho lo único que recuerdo que Silva dijo tras aquel juego lleno de polémicas fue lo que consignó en el informe arbitral de esa noche: allí contó que cuatro futbolistas de Millonarios lo habían agredido al finalizar el encuentro: ellos eran Mario Vanemerak, Eduardo Pimentel, Cerveleón Cuesta y ‘la Gambeta’ Estrada; a cada uno de ellos les pesaría una sanción ejemplar –estimada entre un año y un año y medio de castigo para disputar cualquier tipo de torneos internacionales–. Durante su carrera y luego de su retiro, jamás le escuché hablar de ese duelo.
No tengo memoria de un arbitraje más ruin en contra de Millonarios alguna vez y en contadas ocasiones logré ver una dirección de un partido de fútbol más errática y deshonrosa que la de Hernán Silva esa noche de Libertadores.
Silva falleció en Miami, de 68 años. Me quedé con ganas de hablar alguna vez con él sobre esa pequeña muerte que su espantosa labor produjo en mí hasta el día de hoy. Y me quedé con ganas de decirle que nunca vi alguien peor que él.