El coronavirus y la cuarentena nos tienen aquí, exiliados en el parque del barrio, deshilando ideas, como quienes intentan desenredar unos audífonos que llevan una semana dentro del bolsillo de la chaqueta. Miro a Milo y le pregunto: “¿A qué hora terminamos aquí, Milo?”. Milo me observa de vuelta, cual si respondiera: “Ustedes son los amenazados de extinción. A mí no me metas, que yo soy inmune”.
Igual que muchos, ando obsesionado. Nunca hasta hoy había vivido una pandemia, una cuarentena, una epidemia infecciosa, un estado de emergencia ni nada similar. Cuanto menos no declarados por la oficialidad. Jamás presencié semejante brote global de pánico. El tapabocas se viralizó. El comercio suntuario está medio desierto. Como hecho inusitado las grandes industrias –no importa si son de entretenimiento, deportivas, de turismo, del sector aeronáutico o de cultura– por vez primera parecen asumir las pérdidas. La gente se aprovisiona de víveres y vacía las existencias, convencida de que se avecina una segunda peste negra. Ayer, no más, se me acabó el jabón de manos en crema. Salí al supermercado a comprar uno. Al ver la fila preferí ir a la casa de mi mamá y sonsacarlo a hurtadillas de la despensa.
¿Lo ven? Ante el coronavirus cada uno reacciona según su naturaleza y padecimientos. En el caso personal, ya tengo a cuenta propia varios eventos cancelados y un panorama laboral medio incierto. Los hipocondríacos somatizamos y buscamos síntomas en Google. Los xenófobos se alborotan. Los ‘conspiranoicos’ hilvanamos teorías dignas de Alienígenas ancestrales. Los testigos de Jehová y otros más anuncian el inicio de la ‘gran tribulación’, el prólogo del apocalipsis y el arribo del armagedón. Los egoístas, o ‘previsivos’, dirán ellos, atiborran alacenas y botiquines. Los que no gustan del colegio o de la universidad aprovechan para faltar. Los misántropos agradecemos la posibilidad de evadir cualquier contacto más allá del indispensable con nuestros semejantes sin que se nos juzgue. Unos, incluso, celebran el virus como oportunidad para frenar el flagelo demográfico y equilibrar la superpoblación. Los teleadictos, ciberadictos, ‘netflixadictos’ y demás enfermos afectados por dichas compulsiones podremos ejercer nuestras patologías con impunidad. Los medios buscan clics con historias escandalosas. Los bacteriofóbicos nos lavamos las manos cada vez que podemos, como cirujanos en tránsito de entrar al quirófano. O como figuras involucradas en la ‘ñeñepolítica’, grandes beneficiarios de este caos que todo lo opaca. A veces parece que la naturaleza fuera gobiernista. Entonces uno trata de pensarlo de la manera más positiva. En donde vivo, por ejemplo, instalaron dispensadores de antibacterial dispuestos al entrar a cada ascensor… gracias al coronavirus.
Para terminar, unas palabras cuyo tono algo baboso de autosuperación no les resta valor, en vista de las proporciones de lo que podría sobrevenirnos: nuestro verdadero talante sólo aflora bajo presión exagerada y justo ahora estamos sometidos a una de las peores conocidas. Una que roza el terreno de la calamidad planetaria. Si algo hay rescatable del virus es que democratiza y une, y que a todos incluye, sin que medien discriminaciones. La pregunta es cómo terminaremos por comportarnos. ¿Rigurosos y responsables o laxos y estúpidos con aquello de la asepsia? ¿Solidarios y comprometidos o cobardes e individualistas? ¿Torpemente indiferentes o excepcional e inteligentemente cooperativos? Vuelvo a mirar a Milo y se lo digo: ¡espero que por fin seamos sensatos! Él lo piensa y se ríe!