Hasta mis 25 viví entre cassettes de audio. Por ello aún extraño su ausencia en sus tres y muy diferenciables vertientes… vírgenes, originales y piratas. Desde los Maxell de etiqueta amarilla, hasta los TDK y Pioneer. Desde los Sony rojos de 60 minutos, hasta los verdes de 90. Desde los Scotch metálicos y los BASF de óxido de cromo, hasta los Sankey de droguería.
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Desde los ‘de verdad’ –vendidos en Discorama, Bambuco, Disco Club o Prodiscos– hasta los Morgan Records de mercado de pulgas, identificados mediante textos de reglas de letras, con artistas tan disímiles como Motörhead, León Gieco, Pablus Gallinazo, Luna Verde, Violent Femmes o Serú Girán. Leyendas tipo La Pestilencia o Iván y Lucía se hicieron a fuerza de tales trabajos, replicados por técnica artesanal en reproductores “de doble cassettera”.
Los virginales incluían rótulos autoadhesivos, con distintivos y números. Al marcarlos, los títulos de canciones escritos con tinta solían borronearse del cartón destinado a tales fines, donde casi nunca cabían. Parte del ritual implicaba decorar cajas y carcasas, actividad usualmente llevada a cabo por condiscípulas o compañeros con delirios tempranos de diseñadores gráficos, armados de micropuntas, máquinas de escribir o Liquid Paper.
Era preciso aguardar con la pausa y el record engatillados y el radio bien sintonizado, prestos a que arrancara aquella codiciada pieza, rogando a Orfeo que el disc-jockey no incurriera en la herejía de pisar ‘el tema’ y así registrarlo bien. Por estos hice llevaderos innumerables paseos familiares o escolares tediosos, ya fuera gracias a la vía del walkman megabass y auto-reversible, de la grabadora Silver o del pasacintas del autobús o automóvil.
La versatilidad de los cassettes era admirable. Uno podía hacer compilaciones, omitir cortes, creerse locutor, dar un orden peculiar a las pistas e incurrir en la ridiculez de inmortalizar la voz propia entre una y otra, si se trataba de una dedicatoria, indignidad romántica en la que muchos caímos. Además, sirvieron como herramienta de reporteros, perpetuaron somníferos discursos, albergaron demos y serenatas inaudibles, fueron insumo de contestadores automáticos, propiciaron intercambios generosos –aunque no faltara el tacañete que cobraba por las copias– y enseñaron inglés y autosuperación.
También tocaron nuestro diccionario… Una amnesia por intoxicación alcohólica o ‘escopolamínica’ es “una borrada de cassette”. Antes del posmoderno “cámbiate el chip” bastaba con quitarse “ese cassette”. Los hubo célebres… Como los sonados ‘narcocassettes’ de Pastrana o aquellos que utilizaba Pacheco en su ‘Caiga en la nota’ de Compre la orquesta, bajo el arbitrio del doctor Don Mauricio.
A diferencia de los embelecos actuales, un viejo cassette era noble y toleraba múltiples refacciones. Si se ‘destemplaba’ o reventaba, bastaba destornillador, cinta adhesiva y algo de tino. Era cuestión de rellenar sus pestañas removibles con papel toilette para “grabar encima”. O de quitarlas, para protegerlo.
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Y sí… Celebro la democratización del audio, los milagros de la compresión y las posibilidades que el ámbito digital ha abierto al registro sonoro de alta fidelidad. Pero aun así sigo creyendo que algo perdimos cuando los posmodernos ‘minicomponentes’ comenzaron a prescindir del soporte en mención. Y por lo mismo aún queda un rincón de mi domicilio destinado a estos insumos museográficos, testimonios de una era dejada a su magnetofónica custodia. Y seguro un día de estos me encontrarán oyéndolos. ¿Me acompañan?
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.