En 1993, un primero de enero y a mis diecisiete, me hice vegetariano. Más explícitamente ovo-lacto-vegetariano. Dicha escogencia constituía para esta Colombia retardataria de siempre una rareza. Ante tan pocas opciones extrahogareñas, en principio busqué panes, cervezas y churros azucarados como base dietaria, cuando no arroces, paquetes, pastas o panzerottis. Subí doce kilos. Un comestible estrella entre nuestras gentes entonces era el gluten, masa cauchuda que elevaba la talla propia de forma indeseable.
PUBLICIDAD
Aprendí a no consumir tartrazina… bien fuera en gelatinas de pata, Colombiana Postobón, Nerds o gomas. A comprar Caldo Rico y no Maggi o Knorr. Para evitar prejuicios contra mis anotaciones estilo Televentas, me explicaré… No me motivó la salud. Fueron los demás animales, dignos de todo mi respeto y mi compasión. Su sistema nervioso es complejo y sufren y sienten tanto como ustedes o yo. Iré al punto, sin ánimos sectarios o evangelizadores tipo Amway o crossfit: no quiero pronunciarme contra los cárnicos o sus adeptos, sino en defensa del derecho que asiste al vegetariano a no ser perturbado.
Cualquier ‘vegabundo’ lo habrá experimentado… Alusiones a nuestra comida como ‘pasto’. La contraoferta de pescado en lugar de carne, como si los peces fuesen sintéticos. Quienes suponen que solo de endivias y lechugas vivimos. O que los postres no nos interesan. El típico cuestionamiento estilo… ¿y en los asados cómo haces? Ese que desconoce mazorcas, yucas, guacamoles, arepas y papas. El chiste de indagarnos sobre si al mordernos la lengua pecamos.
Nos acusan de pretendida “superioridad moral”. Nos llaman ‘hippies’, ‘hipsters’, insípidos, desabridos o, peor todavía, ‘mamertos’, cual si el mamertismo fuera cuestión dietética. Los meseros se ‘resetean’ al contarles lo que somos. Darwinianos fanáticos nos acosan con discursos de cadena alimentaria. Nos asolan con su “¿y es que a las matas no les duele?”. Nos hostiga el interrogante de “¿y las proteínas?”, cual si no hubiera gorilas gigantes y herbívoros. Argumentos que incomodan, en tanto yo no ando importunando a mi compañero carnívoro de mesa con consideraciones sobre el potencial cancerígeno alojado en su Corralísima, o de colesterol dentro de aquella paila rebosante de aromática pelanga.
Una reflexión incluyente: si preparan lentejas… ¿por qué no sofreír la tocineta aparte? Así cada uno escogería. Si venden fríjoles enlatados… ¿qué tal distribuir variedades sin tocino? Si hacen ajiaco… ¿han pensado en disponer el ave desmenuzada por separado? ¿Por qué al ordenar pizzas mitad vegetarianas el costado verde de la caja acaba extinguiéndose primero? Incómodo cuando pese a lo fácil que resultaría, muchos restaurantes olvidan introducir alternativas no animales. Aplaudo a quienes lo hacen, así como lamento, por ejemplo, la desaparecida opción vegetariana de la carta del Sándwich Cubano. Yo acostumbraba devorar un emparedado entero de esos, y empacharme con su salsa de ajo, para desgracia de mis contertulios, pues luego no había Listerine, cardamomo o Astringosol que valieran.
Lo juro con mis manos sobre el Bhagavad Gita y la carta de Andrés Carne de Res como soporte: nunca, en mis veintitrés años de vegetariano, he cuestionado a alguien por no sumarse a nuestras filas. ¿Será mucho suplicar que en ‘réciprocité’ dejen de indagarnos por las plaquetas, anemia, osteoporosis o malnutrición? Me despido teñido de verdores, pues si al maestro Samper Pizano le esperaba su postre de notas, por mí aguarda una suculenta sopa de vegetales. ¿Quieren?
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.