Me ha servido como excusa para llorar como nunca lo hice en mi vida. De tristeza, como en aquella eliminación de 2003 ante el Cali, de rabia, cuando veía a Rubén Cousillas dejar pasar balones increíbles en la Libertadores de 1988 contra Wanderers y Nacional de Montevideo.
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Me ha servido para bajar las escaleras del estadio sintiéndome todopoderoso, así mi aporte para obtener una victoria en la cancha, bajo la lluvia y en el minuto 90, no hubiera sido ninguno. Me sirvió para encontrarme con esas invaluables amistades de 90 minutos en las que sin importar de quién se tratara y en el que nunca se cruzó la puerta de saber siquiera sus nombres, me brindaron un abrazo de gol, emocionado, que eriza la piel y que magnifica en las tribunas la felicidad que se siente en la cancha.
Me ha servido para que las mujeres que han pasado por mi vida también entiendan un poco de mis propias taras, de mis propias costras. Así luego no comprendan por qué hay que ver el partido contra Jaguares. Fue revelarles mi mayor amor, mi mayor secreto a voces y ellas siempre lo agradecieron. Y me ha servido para hablar con los amigos de tantas tardes frustrantes y épicas que protagonizamos juntos o por separado.
Me sirvió para saber que el amor es capaz de cambiarnos, de hacernos diferentes porque para poder estar a su lado he hecho cosas que nunca haría: alguna vez me colé, otras decidí cambiar planes románticos para poder ser testigo de un anodino duelo nocturno contra Cúcuta y no me olvido de aquella boleta revendida que compré en las cercanías de la cancha en diciembre de 1994 porque quería verlo campeón de nuevo y quería que el equipo me viera a mí, allí, firme, con la cabeza erguida, cumpliendo la cita en las buenas porque también estuve en las malas.
El equipo me sirvió para que mi mente guarde nombres que ni el alzhéimer sería capaz de robarme por pura compasión: probablemente en la vejez no reconoceré a nadie pero podré decir que vi a Funes, a Trobbiani, a Peluffo, al siempre conmovedor y genial Pedro Vivalda, a ‘la Gambeta’ Estrada, a Iguarán. Que vi a Lunari y también a Marito Vanemerak con el cuchillo entre los dientes. Que vi a Pimentel hacer dos goles en un clásico –una cosa que nunca volvió a ocurrir– y que vi a Luis Delgado quitarme la coraza de mi desconfiado corazón dejándome con el alma desnuda y vulnerable con una atajada que hoy trato de preservar intacta. Que vi al ‘Pájaro’ Juárez volar y a Gamero mover su afro por la derecha. Que aplaudí al mago Candelo hasta que las manos se fracturaron y que llegué a querer con ternura de hincha a casos que parecían perdidos como la Roca Martínez o Wilberto Cosme.
Millonarios me ha dado mucho más de lo que yo le he podido dar. Y nunca tendré cómo pagarle por toda esa pasión, por tanto fuego sagrado que me ha cubierto a mí y a millones más durante 70 años.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.