De aquí a 100 años, cada que entrés por esa puerta, vas a ver el mismo sitio». LUIS EDUARDO CASTRO, DUEÑO DE ‘LA COLINA’.
Cuando los hermanos Luis, Ignacio y Miguel Castro fundaron ‘La Colina’ en el tradicional barrio San Antonio, el 20 de julio de 1942, nunca imaginaron que después de siete décadas la tienda seguiría abierta y, aún más, convertida en la más icónica de Cali.
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Parece increíble, pero en medio de discotecas con inversiones multimillonarias y bares con la música de moda y lo último en tecnología, un tertuliadero de pocas mesas, donde solo ponen salsa vieja y venden fritanga, se haya hecho a un lugar importante en medio de la noche caleña.
En ‘La Colina’ confluyen a diario, de domingo a domingo, universitarios, académicos, literatos, periodistas, fotógrafos, poetas, bailarines, extranjeros, y otro puñado curiosos, quienes encuentran en medio de la decoración antigua del lugar una cura para la nostalgia. Un motivo para sentir que, quizá, las cosas siguen igual que antes.
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Pero definitivamente las cosas no son igual que antes. Por lo menos no ahí en ‘La Colina’, una tienda que se transformó y pasó de ser un tradicional expendio de abarrotes de barrio, como cualquier otro, a convertirse en un punto de encuentro obligado para las personas del ámbito cultural de la capital del Valle del Cauca
“En la actualidad, el negocio se ha ganado un espacio dentro de la mente de los caleños. Es uno de los más reconocidos de la ciudad. Se ha vuelto también un referente turístico, tanto así que la Oficina de Turismo de la Alcaldía de Cali nos incluyó en un recorrido que ellos hacen de lugares que cualquier viajero debe visitar de la ciudad”.
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Quien habla es Luis Eduardo Castro. Tiene 45 años y desde que nació ha vivido en las mismas cuatro paredes, en la casa materna, donde funciona la tienda-tertuliadero ‘La Colina’, de la que es el encargado actualmente.
Al fondo, en uno de los parlantes de La Colina, suena ‘Pancho Cristal’ de Richie Ray y Bobbie Cruz, una de esas canciones infaltables que en todo buen bailadero de Cali debe sonar. Luis Eduardo está sentado, recostado sobre la mesa y con los dedos entrelazados. Atrás de él hay un estante con una báscula para pesar carne y a su lado una nevera metálica vieja.
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“La tienda se volvió muy famosa en el barrio, porque acá se vendía de todo. Se vendía desde cosas de ferretería e insecticidas, hasta granos, legumbres, pan, leche, huevos, carne. Mi papá era el carnicero. Era el que se encargaba de tajar la carne y pesarla. Y mi tío Ignacio era el que se encargaba del granero como tal”, explica Luis Eduardo.
Pero en la noche, cuando nadie más iba a comprar abastos, la tienda se transformaba. Aparecía la música de La Voz del Valle en el radio y llegaban los vecinos con instrumentos musicales e historias nuevas por contar. “Desde niños crecimos viendo todo eso. La tienda formó parte de nuestro entorno familiar siempre, tanto así que los clientes eran casi familia”, recuerda el hombre.
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El 20 de julio de 1997 no celebraron el aniversario de ‘La Colina’. Justamente ese día decidió partir Ignacio, el último hermano de la primera generación de los Castro, fundadores del lugar. Ya la abuela y el papá de Luis Eduardo habían muerto años atrás y la duda que surgía ante la muerte del tío era sobre el futuro de la tienda.
“Para entonces, mis hermanos y yo ya teníamos nuestros propios empleos y estábamos en la universidad. Entonces la que quedó a cargo fue mi mamá, pero como no nos gustaba la idea de dejarla sola con la tienda abierta al público entonces la cerramos y quedó como una miscelánea, donde se atendía por la reja”.
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Esto fue un golpe duro para los vecinos y para la tienda misma. “La gente del barrio nos decía que no la fuéramos a dejar morir, que no la fuéramos a cerrar. Pero nosotros teníamos claro que en algún momento esto tendría que ser de nuevo un punto de encuentro, porque ya venía así desde hace muchos años”.
Y así fue. Luego de varios años sin acceso al público, ‘La Colina’ tuvo su renacer definitivo en 2003, gracias a un grupo de bohemios que le pusieron el sello distintivo que hoy caracteriza al lugar. “Algunos forman parte del ámbito cultural y otros son profesores de Univalle que empezaron a venir con sus alumnos. Entonces fue como química inmediata. Este se convirtió en un espacio que estaba pidiendo la ciudad sin saberlo. Con el voz a voz empezó a venir más y más gente joven y el sitio despegó”, cuenta Luis Eduardo.
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Pese a ser miércoles, el lugar está lleno. La gente come empanadas con ají y toma cerveza, mientras hablan. Varios se ríen y sueltan algunas carcajadas.
“Alguien en algún momento me dijo que lo que teníamos de especial es que tenemos historia. La antigüedad como tal del sitio. Y que entre más años pasaran, más valioso iba a ser. Y sí: ‘La Colina’ es un tesoro que tiene Cali”.
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Cientos de botellas de cerveza, gaseosa y leche. Una báscula antigua. Una refrigerador viejo que ya solo sirve de adorno. El radio donde sonaron los primeros boleros y tangos en la tienda. Afiches metálicos con los que hace décadas la industria cervecera combatía el consumo de chicha. Un triciclo metálico. Retratos familiares. Hay cosas que llevan en ‘La Colina’ toda la vida y que seguirán estando ahí por siempre.
“Todo esto es parte de la historia de ‘La Colina’. Y lo mejor es que de aquí a 100 años, cada que entrés por esa puerta, vas a ver el mismo sitio. Aquí la esencia se mantiene”, dice Luis Eduardo sonriendo.